EL HOGAR PUBLICO SOBRE LA «SOCIEDAD FISCAL» Y LA SOCIEDAD LIBERAL
EL HOGAR PUBLICO SOBRE LA «SOCIEDAD FISCAL» Y LA SOCIEDAD LIBERAL
Autor desconocido
En la tradición clásica de la economía hay dos ámbitos de la actividad económica. Está el hogar doméstico, incluyendo las granjas, cuyos productos no son evaluados porque no son intercambiados en el mercado. Y está la economía de mercado, donde el valor de bienes y servicios se mide por los precios relativos registrados en el intercambio de dinero. Pero ahora hay también un tercer sector, más importante que los otros dos, que ha pasado a primer plano en los últimos 25 años. Se trata del hogar público. El hogar público, tal como se expresa en el presupuesto gubernamental, es la administración de los ingresos y los gastos del Estado.
Sin embargo, el hecho extraordinario es que no tenemos ninguna teoría sociológica del hogar público.
Creo que estas distinciones entre hogar doméstico, economía de mercado y hogar público, así como los distintivos principios subyacentes en cada una de ellas, son esenciales para comprender los dilemas políticos y sociológicos fundamentales de las sociedades industriales avanzadas.
La naturaleza de un hogar consiste en tener cosas en común -los bienes domésticos, los prados de la aldea, la defensa de la ciudad- y necesariamente debe llegar a una comprensión común del bien común.
En el mundo antiguo no había ningún principio económico, en el sentido moderno de la palabra. La meta del hogar doméstico es la producción para el uso, para la autosuficiencia. La idea que sirve de guía es la de la necesidades. De acuerdo con Aristóteles, los hombres tienen necesidades: alimento suficiente, vestidos, abrigo de los elementos, cuidado durante las enfermedades, intercambio sexual, compañerismo, etc. En una economía de mercado, definida por el principio de la soberanía del consumidor, lo que se ha se producir está determinado por la decisión sumada de los individuos o casas, como consumidores, de acuerdo con su gusto.
Es importante comprender que la economía de mercado, aunque históricamente se halla asociada al surgimiento del capitalismo privado moderno, como mecanismo no está necesariamente limitada a este sistema. Lo distintivo de la moderna economía de mercado, sociológicamente, consiste en que ha sido una economía burguesa. Esto ha significado dos cosas: primero, que los fines de la producción no son comunes, sino individuales; segundo, que los motivos para la adquisición de bienes no son las necesidades, sino los deseos.
En la sociedad burguesa, el individuo, no el Estado, es la unidad cuyos fines son primarios para la sociedad. Pero al igual que los horizontes geográficos en expansión, su sentido de lo que deseaba se hizo limitado. En la sociedad burguesa, psicología reemplazó a la biología como base de satisfacción de «necesidades».
El hogar público ha existido siempre para satisfacer necesidades comunes, para brindar bienes y servicios que los individuos no pueden comprar por sí mismos, por ejemplo, la defensa militar, caminos, ferrocarriles, etc. Pero en los últimos 40 años se ha transformado, por su dedicación a tres nuevas tareas. Fue la primera tarea de establecer una política económica normativa en la década de 1930. La segunda tarea, que surgió en el decenio de 1950, fue el apoyo a la ciencia y la tecnología. La tercera fue la intervención en la política social normativa en el decenio de 1060. Esto incluía los derechos civiles, la vivienda y la política ambiental, la atención médica y el apoyo a los ingresos (que es el nombre, más delicado, que se da ahora a la política de bienestar social, aunque sus implicaciones son mucho más amplias que la de la nueva ayuda a los indigentes.
Estos compromisos están creando nuevos y profundos dilemas a la sociedad. Para empezar, todos los problemas y conflictos se vuelven explícitos y claros. Nadie «votó por» la economía de mercado y la revolución industrial, pero hoy los problemas de dirección de la economía, los costes, las correcciones, las prioridades y los objetivos han convertido en asuntos de política social consciente y discutida1.
El hecho de que el hogar público se convierta en un «mercado político» significa que la presión para aumentar los servicios no es compensada necesariamente por los mecanismos para pagar por ellos, sea una deuda creciente o impuestos crecientes.
El surgimiento de la sociología fiscal
En un notable pero olvidado articulo publicado en 1918, La crisis del Estado impositivo, Joseph Schumpeter sostenía que la historia fiscal de una sociedad permite comprender «las leyes y el devenir sociales y las fuerzas impulsoras del destino de las naciones, así como la manera en que las condiciones concretas y, en particular, las formas organizativas crecen y desaparecen». El moderno Estado fiscal, que para Schumpeter fue el corazón de la «sociología fiscal», surgió en el siglo XVI y más tarde, principalmente por las necesidades de los príncipes y monarcas de los Estados europeos, para pagar los gastos de la guerra, sobre todo cuando el derrumbe del sistema feudal de vasallaje obligó a alquilar ejércitos mercenarios que llevaran a efecto la lucha.
El poder del Estado es el hecho central de la sociedad moderna. Sin embargo, es un hecho extraordinario que este papel del Estado, sobre todo en asuntos económicos, no tenga importancia alguna en el examen que hizo Marx del capitalismo. La razones de esta omisión son dos, y son fundamentales, para comprender las limitaciones de la teoría marxista. Primero Marx consideraba a la sociedad, no al Estado, como verdadero centro de las relaciones sociales.
La diferencia esencial entre los llamados Estados socialistas y los estados capitalistas occidentales reside menos en la cuestión de las relaciones de propiedad, que el carácter del orden público, el modo, en que la ciudadanía concibe el hogar público. O’Connor sostiene que «un Estado capitalista que use abiertamente fuerzas coercitivas para ayudar a una clase a acumular capital a expensas de otras clases pierde su legitimidad y por ende socava las bases de la lealtad y apoyo hacia él.
El hecho sociológico concerniente a los modernos órdenes políticos democráticos occidentales es que el sistema político constituye un campo más vasto, en el que se hacen sentir todo tipo de intereses: éticos, económicos, funcionales, burocráticos etc. El dilema sociológico del hogar público es que no sólo debe satisfacer las necesidades públicas en el sentido convencional, sino que también debe, ineludiblemente, convertirse en el campo para la realización de los deseos privados y grupales; y en esto, inevitablemente, las demandas no pueden ser satisfechas por las rentas o por el conocimiento sociológico adecuado a esas demandas.
Lo indudable es que la revolución de las expectaciones en ascenso, que ha sido uno de los principales caracteres de la sociedad occidental en los últimos 25 años, se está transformando en una revolución de los títulos en ascenso para los próximos 25 años. Lo que esto supone, inevitablemente, es una enorme expansión de los servicios en la sociedad.
El hogar público se deberá enfrentar a dos importantes problemas. Uno es la creciente «sobrecarga» de problemas que el sistema político puede ser simplemente incapaz de resolver. La virtud del mercado es que dispersa la responsabilidad por las decisiones y sus efectos. En todo esto hay también una paradoja ideológica. Durante más de 100 años -desde la publicación de El capital– los marxistas han estado prediciendo la defunción del capitalismo. Y en algún momento, puesto que todos los sistemas sociales cambian, el capitalismo puede expirar, y la «teoría» marxista cantará victoria. Pero si la razón para la muerte del capitalismo es la expansión de los gastos sociales, la clasificación es una fantasía. Llamar «marxismo» al centro de este argumento forma parte de esa incorregible mitomanía radical que trata de convertir toda crisis en prueba de la validez de una ideología.
Dilemas del crecimiento: las contradicciones económicas del capitalismo
El corazón de todas las sociedades industriales, capitalistas o socialistas, es la capacidad para usar parte sustancial del producto nacional neto para fines de inversión y crecimiento económico. El esquema básico, de la política socioeconómica en las décadas siguientes quedará fijada por la interacción de los recursos, la población y el ambiente. Si los recursos serán suficientes o si el ambiente será arruinado, si el ritmo de crecimiento de la población, sobre todo en Asia y América Latina, podrá ser frenado, son cuestiones sobre las que los expertos están divididos.
En primer lugar, el crecimiento económico se ha convertido en la religión secular de las sociedades industriales avanzadas: la fuente de las motivación de la sociedad política, el fundamento de la movilización de la sociedad para un propósito común. El segundo hecho es que el crecimiento económico ha sido un «solvente político». Aunque el crecimiento invariablemente provoca expectaciones, el medio para financiar los gastos de bienestar social y de defensa -sin redistribuir la renta o cargar a los pobres- Ha provenido esencialmente del crecimiento económico. Sin embargo, paradójicamente – y este es el tercer punto-, el crecimiento económico puede ser la fuente de una «contradicción» que puede ser la causa de su ruina económica. En efecto, el crecimiento económico ha estado inexplicablemente ligado a la inflación, y parece improbable que una economía política democrática pueda eliminar la inflación sin desastrosas consecuencias políticas.
La inflación que ha infectado a las economías industriales en los últimos años parece ser un compuesto de varios factores convergentes: un aumento simultáneo de la demanda a escala mundial; escasez de artículos primarios y materias primas, escasez en la capacidad de procesamiento primario; inflación del coste de salarios como función de los cambios de empleo de los sectores industriales a los de servicios, y la reducida productividad en los servicios y la incapacidad de los gobiernos para reducir sus gastos.
Pero por debajo de todo esto hay un cambio básico en el carácter de la sociedad que hace difícil para cualquier orden político usar los modos tradicionales de restricción o «disciplina» para limitar la demanda, aumentar el desempleo o reducir los gastos gubernamentales. Lo que esto significa prácticamente es que los gobiernos aumentarán de modo necesario sus gastos y tendrán mayores déficits en su presupuesto, si el desempleo tiende a aumentar: de igual manera, los gobiernos son instados a aumentar los gastos sociales particularmente en las esferas de la salud, la asistencia social, los servicios sociales, sindicatos, por razones defensivas y por razones agresivas, mantienen una presión constante por aumento de salarios.
Pero existe un dilema fundamental. Una persistente inflación elevada arruina a la clase media. Una enérgica política deflacionaria provoca una creciente desocupación y solo tiene éxito a expensas de una parte de la clase obrera. Schumpeter observó una vez que el feudalismo estacionario fue una entidad histórica, el socialismo estacionario una posibilidad histórica, pero el capitalismo estacionario es una contradicción histórica en los términos mismos. Obviamente, si una sociedad prevé una inflación sostenida, pocas personas ahorrarán o destinarán su dinero a inversiones a largo plazo en bonos o acciones.
Sea convirtiéndose en el «inversor en último recurso», sea influyendo en el mercado de capitales mediante la distribución del crédito, sea invirtiendo directamente en las empresas, inevitablemente el gobierno ampliará su poder en los mercados de capitales.
Pero hay una cuestión «cultural» más amplia, en la que se insertan estos problemas económicos. EL capitalismo norteamericano cambió de naturaleza el decenio de 1920 al estimular vigorosamente a los consumidores a contraer deudas y a vivir con deudas como forma de vida. Así como las familias deben aprender a vivir según sus medios, la cuestión es si puede «disciplinarse» a la economía -y el amo debe ser el gobierno- para que viva con el dinero en efectivo disponible y renuncie a contraer deudas. De este modo, el crecimiento económico y la inflación envuelven una peculiar contradicción en las economías democráticas capitalistas.
La crisis en las creencias
La crisis en las creencias son repetidas en la historia humana , lo cual no las hace menos importantes, aunque el tema corra el riesgo de volverse trivial. En la Unión Soviética, donde un credo mesiánico trató de encarnarse en un pueblo, la crisis en las creencias en triple, la mayoría de las personas ya no creen en el credo; hay una pérdida de fe en los líderes, y pocas personas parecen creer en «el futuro”: ya no funciona.
Los Estados Unidos ha habido una pérdida de empuje por parte del orden instituido; de hecho, la principal característica del orden instituido es su ansia de repudiar su propia existencia. En Japón, un «entramado», o complicado conjunto de obligaciones entre individuos en situación grupal, ha mantenido unidas las instituciones de la sociedad. La principal consecuencia de esta crisis , es la pérdida de civitas, la espontánea disposición a obedecer las leyes, a respetar los derechos de los demás, a renunciar a las tentaciones del enriquecimiento privado a expensas del bienestar público, en resumen, a honrar la «ciudad» de la que uno es miembro.
El cimiento de toda sociedad liberal es la buena disposición de todos los grupos a transigir en los fines privados en pro del interés público. Varias generaciones de idealistas, como muchos jóvenes de hoy, vieron en el socialismo la respuesta a la sociedad burguesa. En los países comunistas de Europa, el declinar de la fe da más relieve a la cuestión de la civitas, inevitablemente, esta se identifica, esta se identifica con las libertades públicas. En el Oeste, en la próxima década probablemente veremos aumentar la frustración de las clases medias, con los efectos políticos difíciles de prever.
La clase media padece por una doble razón: el aumento de los precios requiere un aumento de los ingresos para estar al mismo nivel2; pero el incremento en los ingresos pone a la persona de clase media en una categoría fiscal superior, durante la nueva «dentellada» es más que proporcional al aumento de los ingresos, de modo que la erosión se nos hace más profunda. La paradoja de todo esto es que la inflación es un medio fácil de financiar nuevos gastos públicos, a medida que una proporción cada vez mayor de individuos pasan automáticamente a categorías fiscales superiores.
Cuando los impuestos efectivos de una sociedad se elevan al 35 por ciento de los ingresos individuales, y la gente es cada vez más consciente de estos aumentos, se tiene una fuente de descontento, a menos que las razones de tales impuestos sean claramente explicadas. La consecuencia de esto es un rápido aumento de la inestabilidad política.
Es muy fácil decir, como hacen muchos radicales que todo es una consecuencia del «capitalismo. Todo lo que hacen los radicales es caer en peticiones de principio. es muy discutible que el socialismo sea económicamente viable en una sociedad industrial avanzada y un orden político democrático que responda a las diversas necesidades y deseos de diversos grupos, sin coerción y sin pérdida de la libertad. Una sociedad, en definitiva, es un orden moral que debe justificar sus principios distributivos y las proporciones de libertad y coerción necesarias para facilitar o aplicar tales reglas.
Es necesario establecer nuevos fines, es menester formular nuevos supuestos. Los acuerdos implícitos del pasado fueron una gran fuerza, pues la articulación explícita siempre pone al desnudo las contradicciones entre la ideología y la realidad, y exige una solución que no siempre puede darse. La sociedad de libre empresa y orientada al consumo ya no satisface a la ciudadanía como antaño. Y habrá de elaborarse una nueva filosofía pública a fin de que pueda sobrevivir algo que identificamos como una sociedad liberal.
La filosofía pública
El carácter central del hogar público en una moderna economía interdependiente es inevitable. Además, como he tratado de demostrar, el hogar público no es solo «el gobierno», o un sector económico público junto a la economía de mercado y el hogar doméstico; ahora es previo a ellos los dirige. La filosofía política de la polis clásica fue expuesta por Aristóteles. Su modelo era la familia: así como existe la autoridad natural del padre, existe también la autoridad natural de los más capaces para gobernar, los hombres racionales.
En contraste con esta ética comunitaria están las justificaciones de la sociedad liberal expuestas por Locke, Adam Smith y Kant. La lógica de los tres argumentos, Está «dentro del sistema de la libertad natural», para limitar al hogar público a tres tareas: proteger a la sociedad de la violencia y la invasión por otras sociedades; brindar seguridad interna y administración de justicia; y erigir y mantener ciertas obras públicas y ciertas instituciones públicas, que nunca está en el interés de un individuo o un pequeño número de individuos erigir y mantener, porque el beneficio nunca puede compensar el gasto a ningún individuo o pequeño número de individuos.
La «gran sociedad», frase que aparece tres veces en La riqueza de las naciones, significa en su contexto «toda sociedad». Pero el hecho ineludible de toda sociedad, como ahora lo reconocemos, es que hay escape a la «economía». Los hombres redefinen constantemente las necesidades, de modo que los anteriores deseos se conviertan en necesidades. Y es contra la repetida limitación de la «escasez», no la liberación de la abundancia, contra lo que el moderno hogar debe proporcionar una filosofía política normativa para sus dos tareas:
1) La definición del bien común, el problema clásico de la polis.
2) La satisfacción de los derechos y deseos privados, reclamados por individuos y grupos.
La sociedad occidental moderna fue en una dirección diferente de la que había buscado Rousseau: la de la realización de los intereses adquisitivos individuales en la economía. y el razonamiento y ensanchamiento del yo en la cultura. Hoy, y este es el cambio distintivo en la idea de los derechos, no se busca individualmente, a través del mercado, la satisfacción de los deseos privados y la corrección de las injusticias percibidas, sino políticamente mediante el grupo, mediante el hogar público.
Pero la dificultad es que el hogar público en el siglo XX no es una comunidad, sino un ruedo en el que no hay reglas normativas para definir el bien común y juzgar las pretensiones en conflicto sobre la base de derechos. La cuestión, nuevamente, es: ¿cuál puede ser la filosofía del hogar público?
Una investigación sobre reglas filosóficas debe comenzar con problemas sustanciales, y para esto debemos abordar las reclamaciones contra las actuales distribuciones de privilegios y derechos, y juzgarlas.
En este matiz de cuestiones económicos y filosóficas, hay cuatro problemas que yo destacaría como los que deben ser resueltos:
1) ¿Cuáles son las unidades relevantes del hogar público, y cuáles son los equilibrios de derechos entre ellas?
2) ¿Cuáles son las tensiones entre la libertad y la igualdad, cuando las personas tratan de reforzar uno u otro de estos valores un tanto incompatibles?
3) ¿Cuál es el equilibrio entre la equidad y la eficiencia en la competición entre reclamaciones sociales y relaciones económicas?
4) ¿cuáles son las dimensiones de la esfera «pública» y de la «privada», tanto en la búsqueda económica de bienes como en el ámbito de la moral?
Estos cuatro problemas constituyen un plan de investigación cuya realización sería una filosofía para el hogar público de la moderna sociedad liberal. Para Jeremias Bentham, “la comunidad es un cuerpo ficticio compuesto por las personas que se consideran sus elementos constituyentes, sus miembros, por decir así. ¿Cuál es, entonces, el interés de la comunidad? La suma de los intereses de los diversos miembros que la componen. Pero este utilitario nominalista pasa por alto la realidad de las estructuras que necesariamente están fuera de los individuos.
Sin embargo, las pretensiones de la comunidad, cuando son totales, se convierten en una monstruosidad aún mayor, que lleva a una conformidad con creencias ideológicas o una sumisión a un Moloch burocrático y autoritario.
La teoría liberal continental, desde Montesquieu hasta Tocqueville, ha reconocido una unidad social diferente: La Gemeinde, la comunidad más pequeña que se remonta al orden social medieval, la corporación, el «gremio» de mercaderes y artesanos. Que tales grupos intermedios puedan servir a este propósito es discutible, pues los grupos a su vez se han hecho desenfrenados en sus reclamaciones. Pero es evidente que en una sociedad pluralista moderna la existencia de grupos con pretensiones definidas es un hecho sociológico cuya legitimidad debe tomarse en cuenta.
A causa de la multiplicidad de tales grupos, es dudoso que un solo problema pueda hoy polarizar a toda una sociedad. La peculiar fuerza de un orden político democrático moderno es que pueda incluir tantos intereses. ¿Dónde nos deja esto, pues, en la búsqueda de una filosofía normativa del hogar público?
Libertad e igualdad
En un largo y reflexivo examen de igualitarismo publicado por Dissent (Otoño de 1973), Michael Walzer concluye que «la libertad y la igualdad son las dos virtudes principales de las instituciones sociales, y son más sólidas cuando van juntas». El liberalismo clásico definía la igualdad ante la ley. La definición reposa en la distinción entre el imperio de la ley y el imperio de los hombres. La preferencia del liberalismo fue por el primero, aunque pudiera llegarse a una desigualdad en el resultado, porque su valor principal era la reducción de la coerción por el gobierno y la regla de la libre negociación.
Ahora bien, por una serie de razones uno puede tener que tratar a las personas de manera desigual. ¿Cómo determinamos a qué renunciar? Con respecto a la igualdad, consideraremos el principio de las diferencias relevantes. Cuando los individuos deben ser despojados de su libertad o castigados por cometer un delito, tendemos a reducir la discrecionalidad administrativa a fin de evitar el favoritismo o el abuso de poder.
A este respecto, la tradición liberal clásica y la tradición socialista clásica coinciden. La igualdad en la tradición socialista nunca fue «niveladora», en el sentido de aspirar a la realización de la igualdad en todas las condiciones y en todos los aspectos. La cuestión de la igualdad se ha convertido hoy en un problema fundamental para el hogar público. Sin embargo, raramente está claro sobre qué son las disputas: cuánta igualdad, en qué esferas, etc.
Hablando en términos lógicos, hay tres dimensiones de la igualdad: la igualdad de condiciones, la igualdad de medios, y la igualdad de resultados.
La igualdad de condiciones en general, alude a la igualdad en las libertades públicas.
La igualdad de medios ha significado, tanto en la tradición liberal como en la socialista, igualdad de oportunidades: igualdad de acceso a los medios de asegurar los resultados desiguales.
La igualdad de oportunidades ha constituido la definición más general en las sociedades de Occidente que han considerado como un valor la movilidad social y geográfica individual.
Los resultados de la competición entre los individuos son grados diversos de estatus, ingresos y autoridad. Estos resultados diversos han sido justificados por la razón de que han sido libremente ganados y logrados por su esfuerzo. Ahora bien, sería absurdo argüir que ningún valor puede ser nunca limitado. Ahora yo diría, por supuesto, que hoy la mayoría de los resultados dispares de estatus, ingresos y autoridad son ganados justamente. Permítaseme aclarar las dificultades mediante un breve examen de un problema actual que se relaciona con el estatus. Me refiero a la cuestión de los cupos.
En la demanda de mayor igualdad de resultados, algunos igualitaristas han propugnado la fijación de cupos para los estudiantes de minorías en la admisión a las universidades y las escuelas profesionales, y de cupos para mujeres y negros en los cargos profesionales de universidades, hospitales, organismos gubernamentales, etc. Pero al formular su argumentación, tienden a pasar por alto las distinciones relevantes, a saber, las aptitudes y capacidades que se requieren en diferentes etapas.
Pasemos ahora al tercer resultado, la autoridad. ¿Qué significa «igual autoridad», y en qué esferas? El fin de una universidad está definido por su política educacional. Debe responder a una tradición intelectual, a las normas del saber y la herencia cultural que transmite; es responsable, ante la sociedad por el estímulo a los talentos, y es responsable ante todo el cuerpo de estudiantes que se matriculan en búsqueda del conocimiento. Pero la política educacional no es toda la universidad. En todo esto hay un principio operativo, a saber, respetar el carácter de las diferentes esferas y limitar los privilegios de cada esfera a las dimensiones apropiadas a su carácter.
Si se observa este principio de las diferencias relevantes, tenemos la base para un enfoque más general de la igualdad. En un campo como el de la atención médica, podemos decir con toda razón que la disponibilidad de los servicios no debe estar determinada sobre la base de diferencias en los ingresos.
Si nuestro criterio, pues es la reducción de la indebida e ilegítima influencia y disposición de recursos, el principio relevante de la libertad y la justicia sería: a cada uno según lo que haya merecido por su esfuerzo; a cada según los poderes y privilegios a apropiados a cada esfera.
Equidad y eficiencia
El problema de la igualdad y la libertad es el de las disparidades entre las personas y el papel del gobierno en la reducción de esas disparidades o el control de su influencia indebida. El modo economizante ha sido un eficiente organizador de la producción, pero ha tenido dos grandes costes sociales: el tratar a las personas como cosas en la esfera de la producción, y el usar el ambiente como » un bien gratuito» y por ende de manera descuidada. Cuando se produce un enfrentamiento relativamente bien claro entre las reclamaciones de la eficiencia y las de la equidad, las primeras están perdiendo terreno; y los argumentos para ello son aceptados, si no por la sociedad en su conjunto, al menos por la comunidad intelectual.
Inevitablemente, en todas estas cuestiones, pasamos del completo laissez faire a las decisiones negociadas. Pero, ¿en base a qué principios? ¿Para ayudar siempre a los de menos recursos? ¿O por el criterio de los costes y beneficios sociales? ¿Existe una regla general de equidad? En asuntos de bienestar social los economistas habitualmente han defendido alguna versión de la optimalidad de Pareto: el principio distributivo de que si algunas personas mejoran, nadie debe empeorar. Más recientemente, John Rawls ha propuesto un criterio «maximin» para reemplazar a los principios de la utilidad, y este criterio está recibiendo hoy un intenso examen filosófico.
El principio del maximin asegura que todas las personas recibirán una parte mínima.
Puesto que éste habría sido el principio «original» de justicia, libremente aceptado en el estado de naturaleza, ahora se lo puede usar como principio de corrección en la política social.
Se han dirigido una serie de críticas al criterio maximin.
Sin embargo, este enfoque tiene una virtud, pues supone la «compra» de los no aventajados. Pero el quid del problema no es el grado de redistribución, sino el equilibrio entre la redistribución y el crecimiento. Pero esta es justamente la cuestión previa. ¿Cuál es la tasa apropiada de crecimiento económico para una sociedad? ¿ Cómo se ha de financiar este crecimiento? ¿Cómo han de distribuirse sus frutos? El criterio maximin de Rawls es un principio de equidad para un «estado estacionario». Pero no es seguro que la sociedad vote por el estado estacionario. En el estado estacionario los ahorros netos, por definición, son iguales a cero. ¿Por qué renunciar al consumo ahora, si las distribuciones posteriores no serán mayores que en la actualidad? Pero esto solo refuerza la idea de que el futuro tal vez sea demasiado importante para dejarlo librado al accidente de las expectaciones equivocadas o los altibajos de la ética protestante.
¿Deseamos que nuestros hijos -y los hijos de ellos- estén menos bien que nosotros? ¿Qué es una «preferencia de tiempo» para la sociedad?
Sin embargo, no es evidente que la suma de las decisiones individuales sirva mejor a la decisión social, sobre todo cuando unos pocos individuos disponen de una cantidad desproporcionada de recursos. Lo que debemos al futuro es capacidad para producir. Lo que se hizo a la ideología -y las experiencias- del comunismo soviético tan aterradoras fue la impecable idea de que debía sacrificarse la generación actual al futuro, de modo que durante los años del stalinismo Rusia se entregó a una forma brutal de «acumulación primitiva» que llevó al sacrificio, no solo del nivel de vida, sino también de millones de vidas humanas en pro de la producción.
El descuento social del futuro ha de ser una decisión social, una regla de asignación por el principio de equidad, sobre cómo aumentar la capacidad productiva de una sociedad sobre la base de la restricción de algunos tipos de consumo.
Lo público y lo privado
La teoría liberal del derecho, codificada por Kant, tiene dos postulados: el derecho debe ser formal (esto es, procesal), no sustantivo; y el derecho está separado de la moralidad. La concepción del derecho como primariamente procesal derivó del surgimiento de la sociedad burguesa como una esfera separada en la cual el objetivo de la actividad económica era la satisfacción de los deseos individuales, no la riqueza del Estado.
La distinción entre derecho y moralidad derivó de sus dos fuentes. Una de ellas fue la tesis filosófica que veía a la voluntad del hombre como autónoma, autodeterminante, no como heterónoma o dictada por fuentes externas como la naturaleza o la costumbre. En efecto, la teoría liberal aceptó la distinción entre el ciudadano público y la persona privada, que tanto había preocupado a Rousseau, y la impuso. En toda sociedad, los principios se inclinan ante los intereses, y así le ha ocurrido a la teoría liberal de la libertad. En Estados Unidos, a principios de siglo, la libertad individual fue criterio por el cual el Tribunal Supremo anuló un estatuto estatal limitando las horas de trabajo en las ocupaciones peligrosas.
Había, pues, un doble patrón: los conservadores querían la libertad económica, pero la regulación moral.
¿Hay reglas generales que podemos aplicar? ¿O cada grupo social ha de perseguir su propio interés? ¿Cuáles son las esferas relevantes de lo público y lo privado en la economía, y cuáles en la moralidad?
En el decenio de 1930, en el gran arrebato de la moda que conoció la planificación económica, se argüía que el gobierno debía nacionalizar todas las industrias a fin de asegurar «la producción para el uso, y no la producción para el beneficio». Si existe hoy un nuevo enfoque, este representa un alejamiento de las viejas concepciones de la propiedad pública centralizada, con la sobrecarga burocrática que sus primitivos defensores tan raramente tomaban en cuenta.
Lo que algunos liberales y ciertos neoizquierdistas han redescubierto son las virtudes de la descentralización y la competencia. Sin competencia, quedamos a merced del monopolio privado indiferente o del organismo burocrático chapucero.
¿Qué es la moralidad? ¿No ha de haber restricciones legales? ¿Debe permitirse todo, la obscenidad, la pornografía, el incesto? En un ensayo Sobre la libertad , John Stuart Mill observa que existe una propensión a «extender los límites de lo que podría llamarse política moral hasta invadir la más indiscutiblemente legitima libertad del individuo».
¿Qué es vergonzoso? Es imposible trazar una línea divisoria exacta. Para algunos es la desnudez, para otros la homosexualidad, para otros la pornografía. ¿A dónde nos conduce esto? A la virtud pública y los vicios privados.
En sus consecuencias sociofilosóficas estos argumentos equivalen al rechazo del hedonismo burgués, con su exaltación utilitaria del apetito económico, y a la conservación del liberalismo político, con su preocupación por las diferencias individuales y la libertad.
Reafirmación del liberalismo
El argumento a favor del hogar público reposa, en el fondo, en la necesidad de una reformulación de lo que es legítimo. Que el hogar público sea de fundamental importancia no significa necesariamente que sea menester expandir la economía gubernamental o el sector administrativo. Pero aquí también es menester hacer una aclaración, pues no hay ningún derecho separado que tenga la «prioridad justa» sobre cualquier otro. EL elemento común de las doctrinas clásicas, católica y comunista es la fusión de la ley y la moralidad, la afirmación de que hay un único principio supremo al cual adherirse todas las personas como miembros de la comunidad.
El liberalismo rechaza esta doctrina porque pone de relieve, no los aspectos comunes de los hombres, sino su diversidad como individuo y como grupo. El liberalismo acepta la tensión entre lo público y lo privado, los roles duales de la persona y el ciudadano, el individuo y el grupo.
En la visión clásica, como hemos señalado, una filosofía pública solo podía lograrse en una república de pequeño tamaño, puesto que, como decía Montesquieu: «en una pequeña república, el bien público es sentido más intensamente, es mejor conocido y está más cerca de cada ciudadano».
1 Cabe también observar que el cambio en la concepción de los impuestos -y del presupuesto estatal en general- como medio de ingresos y de pago de los gastos gubernamentales a un instrumento fiscal para la dirección económica y para fines de redistribución se produjo gradualmente y sin plan, y no estuvo sujeto en sus comienzos a un debate consciente sobre la política pública.
2 En Estados Unidos, todavía en 1940 el 26 por ciento de la población trabajaba, por cuenta propia; como pequeños empresarios o artesanos o profesionales independientes, la gente podía tratar de aumentar sus precios para contrarrestar la inflación. Pero hoy el85 popr cientode la fuerza de trabajo recibe un sueldo o salario inmovilizado, que solo puede variar cada tanto. Una gran proporción de los salarios sindicales están «sometidos a índice», es decir, son ajustados automáticamente al coste de la vida, pero la mayorìa de los que trabajan a sueldo, en particular los profesionales de clase media,