La reconstrucción de la comunidad nacional

Según determinadas teorías de la sociología, la comunidad, como entidad social que comparte valores, tradiciones y creencias, ya es algo del pasado, y sostienen que no es posible volver a reconstruirla. La vieja comunidad tenía factores positivos. Confería seguridades y cohesionaba a los hombres y a las mujeres haciéndoles trabajar en un proyecto común. Además, los posicionaba en el mundo dándoles un fin para el cual vivir. Sin embargo, sus deficiencias sociales eran también extensísimas. En muchos casos se convirtió en un sistema asfixiante que minimizaba las libertades individuales y controlaba los aspectos más ínfimos de la existencia personal. Además, era proclive a generar cacicazgos y señoríos que acababan sometiendo a la población a una especie de esclavismo feudal.

Efectivamente, es muy difícil que se reconstruyan comunidades análogas a las antiguas, pero no podemos extrapolar la idea de la comunidad tradicional asimilándola a las comunidades modernas, que suelen ser bastante diferentes y que se basan en otros principios culturales y morales. Es por este motivo que cabe preguntarse si es posible construir una comunidad que, por un lado, sea capaz de cohesionar sociedades enteras orientando a todos sus integrantes en un proyecto común y, por otro, que respete la libertad y la iniciativa individual, de manera que de esa libertad y de esa iniciativa individual también pueda beneficiarse la misma comunidad. 

Nuevas categorías sociales

En todo caso, la modernidad y la industrialización acabaron disolviendo los vínculos comunitarios tradicionales, que no se adaptaban a las necesidades productivas del momento. Aparecieron también nuevas categorías de hombres y todo un nuevo sistema de relaciones sociales forjados a la medida de los sistemas productivos emergentes. Se trataba de los trabajadores y de los ciudadanos. Desde la perspectiva de las relaciones sociales se crearon, considerando la categoría de “trabajador”, la categoría de la “clase social”, y desde la perspectiva la categoría de “ciudadano”, la de “nación”. Así, tanto la nación como la clase social pasaron a ser las formas sociales que, de alguna manera, sustituían a las viejas comunidades en tanto que movilizaban masas enteras en torno a ideas y proyectos existenciales comunes.

Al mismo tiempo, los capitalistas, empeñados en maximizar los beneficios, instrumentalizaban los nuevos tipos humanos para sus fines. Mientras que, por un lado, y amparándose en la educación nacional creaban culturas estándar que permitían la racionalización de los sistemas sociales, (condición necesaria para modernizar las estructuras productivas); por otro, convertían a los trabajadores en un bien económico, cosificándolos. Esto provocó una reacción contrapuesta que dio pie a las revoluciones.  

La cosificación de los trabajadores en la historia

Para entender esta reacción hay que considerar que, durante el siglo XIX, el gran capitalismo industrial esclavizó, a través de salarios miserables, extensas jornadas de trabajo y condiciones laborales extremas, inmensas masas de trabajadores. Este sistema no ofrecía ningún tipo de seguridad y, cuando los trabajadores eran prescindibles, se les relegaba a la categoría de fuerza productiva en espera, como si fueran bienes o materias primas que pudieran almacenarse, ya que no se les ofrecía ninguna compensación o consideración, como un sistema de desempleo o de seguridad social. En este sentido, el trabajador se convirtió en una mera herramienta y su valor era el de su capacidad productiva relacionada con la necesidad de las industrias. Tampoco existía ningún sistema de jubilación cuando, por edad, ya no se era útil. Sólo en Alemania, antes de la Primera Guerra Mundial, había algo similar a un sistema de pensiones que promovió von Bismark (1889).[1] Esto, sin embargo, no era más que un pequeño vendaje en una herida a corazón abierto. También un engaño, ya que, el sistema se calculaba para pagar a una edad en la cual la mayoría de los pensionistas ya habían muerto.

La comunidad al servicio de la economía

Pero los trabajadores (que a su vez eran ciudadanos), aunque se los trataba como tales, no eran como otras mercancías, que podían ser depositadas en estanterías, almacenes industriales o en neveras esperando a que se los necesitara en la cadena productiva. Requerían alimentos, atención médica, vivienda, combustible para calentarse, etc. También tenían hijos y una familia que mantener. El sistema capitalista del momento y, en consecuencia con esta forma de proceder, arrastró a gran parte de la clase obrera a la indigencia material y moral, y como el trabajador era la base del sostenimiento de la comunidad, en este caso de la nación, la comunidad y la nación se ponían al servicio de la productividad y la codicia de determinados capitalistas, invirtiendo aquello que debía ser natural: que la economía productiva estuviera al servicio de la comunidad y de la sociedad y no al revés.

De hecho, aunque se suponía que los trabajadores eran supuestamente hombres libres (una categoría de ciudadanos), como sostenían a los liberales, el proletariado, en muchos sentidos, no estaba en mejores condiciones que los antiguos siervos o esclavos. Contrariamente a ello, muchos de ellos se encontraban en una situación mucho peor, ya que los capitalistas, a diferencia de muchos de los antiguos amos esclavistas, no tenían ninguna responsabilidad con sus subordinados. Ni tan solo la obligación de alimentarlos.

El trabajador como sujeto revolucionario

Existía una auténtica lucha protagonizada por los trabajadores de Inglaterra y los Estados Unidos para defenderse de lo que denominaban la degradación, la opresión, y la violencia del sistema industrial capitalista…[2]

Esta situación insostenible llevó a las masas trabajadoras a rebelarse y a iniciar todo un conjunto de revoluciones que transformaron la fisionomía de Europa y América del Norte. El hecho es que el mismo proceso que había racionalizado las sociedades había generado igualmente un sistema de pensamiento nuevo, basado en la razón, y que consideraba que cualquier hombre era capaz de razonar, de autogestionarse y de vivir libremente según sus criterios morales. Se trataba de la Ilustración. Junto a la Ilustración llegaron también la utopías que, con sus mensajes salvacionistas y mesiánicos, se mostraron como herramientas mucho más poderosas a la hora de movilizar a las masas que los propios ideales ilustrados. Así, el alma del trabajador y del ciudadano ya había sido conquistada por los ideales de la libertad, la igualdad y la justicia que habían proclamado esa revolución filosófica, por lo que no se conformaban con una vida de esclavos miserables.

Además, como ya nadie esperaba ningún premio ultraterrenal para compensar las penas de esta vida, el nuevo dominador carecía muchas de las herramientas de las que habían dispuesto los señores feudales para controlar y manipular a sus siervos. De hecho, quien no tenía nada que perder, tampoco tenía miedo a luchar, y como delante de la imaginación de la masa empobrecida se alzaba todo un conjunto de mejores mundos posibles, no nos puede extrañar que se embarcaran en una guerra sin tregua contra la explotación y la penuria con el objetivo de hacer realidad alguno de ellos. 

El sueño capitalista

En esta lucha enconada se consiguieron muchas victorias, pero parece que ninguna de ellas, con el tiempo, sirvió para nada, ya que la Europa que se reconstruyó después de la caída del Muro de Berlín comenzó a retroceder y a derogar todas aquellas conquistas que las revoluciones habían conseguido. Después de las grandes conflagraciones y durante varias décadas, parecía que los ideales por los que nuestros abuelos y bisabuelos habían luchado se materializaban en la sociedad del bienestar, y que un mundo mejor era realmente posible. Insospechadamente, al final, resultó que el ideal del mundo mejor se erigió dentro de la sociedad capitalista, no en la comunista, y parecía que, a través de la socialdemocracia y la democracia cristiana, se había comenzado a caminar hacia un equilibrio justo y razonable entre los ideales socialistas, los capitalistas y los liberales. De hecho, si pensamos que el capitalismo, a diferencia del socialismo, es una eficiente máquina de creación de riqueza, y si a ello le unimos un sistema social eficaz de redistribución de la misma, no nos puede extrañar que fuera precisamente en la sociedad capitalista donde más nos aproximamos a realizar el sueño socialista. Ese capitalismo “social” tenía una fórmula magistral: no atacaba la acumulación de riqueza, sino que se obstinaba en minimizar la pobreza. El socialismo, por su parte, no funcionaba porque consideraba que la riqueza era como una tarta fija. Con esta paradigma se creía que si alguien se hacía rico siempre era a costa de empobrecer a alguien. Pero esto es falso, ya que unos se pueden enriquecer mientras que el más pobre mejora su economía. Esto es posible siempre que se produzca la riqueza suficiente. El criterio socialista, sin embargo, criminaliza el enriquecimiento y con ello aplasta una buena parte de los incentivos que favorecen la creación de riqueza y la iniciativa empresarial. Por este motivo, estuvimos más cerca de construir el paraíso dentro de la sociedad capitalista que dentro de la comunista. También es por ello que China se ha convertido en una gran potencia, porque se ha dado cuenta del problema y promueve el enriquecimiento de sus ciudadanos. La socialdemocracia tuvo éxito precisamente por todo esto: permitía el enriquecimiento y facilitaba, mediante las debidas libertades económicas, la creación de riqueza al tiempo que patrocinaba un sistema impositivo que la distribuía para luchar contra los desequilibrios sociales que pudiera producir el capitalismo desregularizado.

Los valores de la sociedad del bienestar

Pero todo, en el fondo, no era más que un pequeño espejismo en el desierto de la miseria, ya que después de la caída del muro, la embestida de todos aquellos que pretendían liberar el capitalismo de cualquier control social, tal y como había sucedido en el siglo XIX, volvía a ponerse en marcha. De hecho, ahora se cuestionan todos los sistemas públicos de protección social, así como la educación pública y los sistemas de justicia públicos. Y esta vez esta embestida no tiene una repuesta análoga a la que habían dado los trabajadores del siglo XIX.  Hay que considerar que, en este sentido, quizá la socialdemocracia y la sociedad del bienestar no hayan sido más que una trampa, ya que contribuyeron a crear un tipo humano endeble y sin sustancia, desconectado de cualquier sentido comunitario. Además, el sistema de bienestar de la segunda mitad del siglo XX se mantuvo sobre la base de la explotación imperial del Tercer Mundo, y sólo se constituyó excluyendo a la mayor parte de la humanidad, que en el mejor de los casos había sido olvidada y que, en el peor, fue sometida a un brutal sistema de explotación económica. Así, la pobreza absoluta del mundo, en los años 90, alcanzaba al 30% de la población mundial, y la mortalidad provocada por el imperialismo de las grandes corporaciones industriales alcanzaba a millones y millones de seres humanos. La manera de destruir esas comunidades humanas, con el fin de saquear sus bienes naturales, era la de provocar conflictos interminables. Lo peor era que muchas de esas empresas multinacionales estaban respaldadas (en ocasiones hasta militarmente) por sus respectivos estados. En todo caso, el objetivo era el de debilitar los estados africanos y americanos para que las corporaciones madereras, químicas e industriales pudieran moverse libremente por esas regiones para explotar sus recursos sin tener que afrontar ningún límite moral ni legal. Esa manera de proceder les funcionó tan bien en el Tercer Mundo que ahora quieren aplicarlo incluso al Primer Mundo, y por ese motivo desean destruir los estados nacionales y lo que les resta de su soberanía. Y por ese motivo movilizan un ejército de ideólogos que, conscientemente o inconscientemente, muestran una beligerancia ilimitada contra las ideologías nacionalistas, haciéndolas responsables de todos los males de la historia moderna, como si el liberalismo no tuviera nada que ver con esos desastres supuestamente provocados por el nacionalismo. A pesar de todo, no hay que olvidar que las corporaciones no tienen ningún problema con los estados nacionales ni con el poder centralizado cuando los corrompen y consiguen que se legisle a su favor sin atender a criterios éticos. En todo caso, estas naciones, considerando que la nación tal y como proponían los románticos y los ilustrados era el pueblo, sólo pueden ser consideras como estados fallidos si pensamos que el estado nacional ha de legislar por el bien común y de la comunidad, y no por el deseo de un particular o alguna corporación financiera o industrial.

El trabajador y el cambio social

La situación es ahora muy diferente de la del siglo XIX y la primera mitad del XX. Los trabajadores occidentales de la época se levantaron contra la explotación. Se trataba de personajes rudos y fuertes, acostumbrados a las labores más duras y a esforzarse por todo. No repudiaban el trabajo ni el esfuerzo personal, sólo pretendían compensaciones que les permitieran vivir dignamente y desarrollarse como seres morales y culturales. Por eso pedían ocho horas para el trabajo, ocho horas para el descanso y ocho horas para la educación y la cultura. Y por eso tenían tanta capacidad de sacrificio y de lucha. Los revolucionarios actuales, por el contrario, sólo piden más pagas estatales para vivir de la renta, si puede ser sin trabajar con el fin de dedicarse a sus asuntos particulares, por más improductivos que sean estos. Al final, considerando a este tipo de “revolucionarios alternativos” caracterizados su falta de sangre en las venas y su indolencia infinita, no es de extrañar que las agresiones de los nuevos capitalistas internacionales no provoquen una respuesta equivalente a la que provocaron durante el siglo XIX, por lo que las multitudes padecen, una vez tras otra, los constantes ataques a los que los dominadores de la economía mundial y los gurús del pensamiento económico neoliberal los someten. Esto los convierte en los esclavos perfectos y debemos preguntarnos cómo se ha llegado a esta situación después de la larga y sangrienta historia de las luchas de clases que ha soportado la civilización occidental. Una explicación, como ya se ha apuntado, es que ningún trabajador se puede identificar con las revoluciones, porque los okupas se han convertido, supuestamente, en los sujetos revolucionarios por excelencia, cosa que hace que los trabajadores se hayan vuelto alérgicos a las revoluciones. Es por ello, también, que las movilizaciones del 15M se desmovilizaron tan rápido: tan pronto como los trabajadores vieron que los rastas la organizaban, tan pronto se volvieron para casa. Así, los “revolucionarios” fueron los principales asesinos de la revolución. Para Marx, serían, simplemente, lumpen al servicio de la burguesía capitalista.  

Los peores mundos posibles

Pero hay otros factores que cabe considerar en la ecuación. También podríamos decir que la clase obrera del siglo XXI está domestica por el miedo a perder los pocos derechos y los pocos retales de la sociedad del bienestar que todavía le restan, ya que los “expertos”, desde la supuesta autoridad que les da el “conocimiento de la ciencia económica”, los amenazan con mundos posibles mucho peores, y afirman que, si queremos salir de la crisis, se deben hacer grandes sacrificios y esfuerzos [3]. Quizá, el miedo a estos peores mundos posibles sea la explicación más razonable a la decadencia de los movimientos obreros, pero no parece que ésta, por sí sola, sea una buena explicación.

En todo caso, ninguno de estos “especialistas” considera necesario hacer ningún sacrificio o compartir la responsabilidad con el peatón, sino que, contrariamente a ello, cobran sumas inmensas de dinero con el fin de elaborar dudosos informes técnicos que sólo se reducen a pedir que la clase obrera se reduzca el salario,[4] que se abaraten las pensiones y que se siga trabajando hasta la vejez más profunda. Y esto lo hacen mientras ellos se aumentan los ya elevadísimos salarios que perciben[5], se despiden de las empresas cobrando millones de euros y de dólares como compensación,[6]y se benefician de ricos planes de pensiones que no se pagan ellos mismos [7], sino las empresas, bancos y agencias financieras que han llevado a la ruina y que muchas veces rescatan los estados con los impuestos que cobran a los asalariados.

La competencia técnica de los economistes

Además de este comportamiento indigno, sobre la competencia intelectual y técnica de estos expertos hay numerosas dudas. MacIntyre, en este sentido, nos recuerda que ningún economista predijo la estanflación[8]; y que muchos de los escritos de teóricos monetarios se equivocan continuamente cuando tratan de avanzar las tasas de inflación. También argumenta que las predicciones de la OCDE, supuestamente apoyadas por teorías altamente sofisticadas, han demostrado ser menos precisas que las que podrían darse si se hubiera utilizado el mero sentido común.[9] Tampoco parece que esperaran la crisis de 1929, ni la de 2008 (si no las causaron ellos mismos), por lo que no sabemos por qué debemos aceptar la autoridad de economistas que curiosamente dictan únicamente medidas que sólo favorecen a ciertos grupos económicos y perjudican a la mayoría de la sociedad.

Los últimos suspiros de la sociedad de bienestar

Deberíamos dejar de hablar sobre objetivos vagos e irreales (…), tales como los derechos humanos, el aumento del nivel de vida y la democratización (y en cambio) ocuparnos de conceptos de poder (sin vernos) obstaculizados por eslóganes idealistas (sobre) altruismo y beneficencia mundial.[10]

La razón por la que se describió como una “victoria conservadora arrolladora” se debe a que ciertos grupos de la élite así lo determinaron. Estos querían destruir los escasos restos, ya débiles, de la política del estado del bienestar y redirigir la política social, aún más que nunca, a los intereses de los poderosos y los privilegiados.[11]

Así, de la misma manera que el viejo trabajador tenía en mente una multiplicidad de potenciales mundos mejores, al nuevo trabajador se le ha introducido en la mente otro sinfín de mundos posibles, y todos son peores, de manera que éste podría ser el factor que dificulta la movilización social.

Es cierto que, hasta cierto punto, muchos trabajadores todavía tienen un pequeño acceso al paraíso de los consumidores al que se habían acostumbrado durante las últimas décadas, y tal vez se aferran a esta pequeña parcela de felicidad mientras esperan que todo vuelva a ser como antes. Pero esta idea no coincide con el futuro que se ha planeado para ellos, y el paraíso de los consumidores que se construyó a expensas del crédito bancario y que ahora se ha perdido nunca volverá. La única realidad obvia es que el proyecto político y social que se está construyendo se basa precisamente en la demolición del estado de bienestar blandiendo como excusa supuestos criterios técnicos basados igualmente en supuestos criterios neoliberales y liberales. Y si es cierto que algún día hay recuperación, paradójicamente, aquellos que no han hecho ningún sacrificio disfrutarán de todos los beneficios, mientras que aquellos que han sido obligados a hacerlos quizá no recojan ninguno. Más bien será todo lo contrario, porque en muchos casos no podrán recuperar lo que ya han perdido. Aun así, el acceso residual a la pequeña parcela del paraíso que todavía permanece en pie no puede explicar por sí solo la debilidad del espíritu de las masas trabajadoras.

Los valores de la sociedad del bienestar

Esta debilidad del alma podría explicarse en última instancia y mucho mejor apelando a la penetración cultural de cierto sistema de valores que no sólo ha alterado la estructura de la conciencia de una clase social, sino de toda la civilización occidental. Además, ha favorecido la aparición de movimientos sociales culturalmente insubstanciales que, desgraciadamente, han obtenido un gran influencia social y que contribuyen, no a fortalecer la comunidades para hacer posible una reacción social defensiva, sino a crear divisiones ficticias para descomponerlas. Y eso lo hacen respaldados por una supuesta izquierda que se ha nutrido de los valores de mayo del 68 y que está apoyada por determinadas empresas y especuladores financieros. De hecho, la sociedad del bienestar (junto con la revolución de las flores) se encargó de empapar a la sociedad con determinado constructo axiológico, un conjunto o amalgama de valores, creencias y actitudes hedonistas e individualistas que ablandaron la sociedad y la prepararon para la nueva envestida capitalista. Este hecho puede hacernos pensar que la sociedad del bienestar y la revolución del 68 y de las flores (promovida por niños de papa) fue diseñada precisamente para debilitar a las comunidades europeas y occidentales. De ser así, la izquierda europea en general y la socialdemocracia en particular serían los principales responsables de la ruina moral de nuestra cultura y, aunque no es posible demostrar que en todos los casos contribuyeron conscientemente a solidificar esta constelación axiológica hedonista, no hay duda de que contribuyeron a impregnar en la conciencia de los trabajadores el espíritu materialista e individualista que ahora los paraliza.

En este sentido los liberales consideran que unos de los factores que ha arruinado los vínculos comunitarios ha sido, precisamente, el excesivo intervencionismo del estado del bienestar. De hecho, si consideramos que el estado debe resolver todos los problemas, al final todos abdicamos de la solidaridad y de nuestras obligaciones sociales, convirtiéndonos en seres absolutamente irresponsables e incapaces de asumir nuestro propio destino en tanto que no asumimos la consecuencias de nuestros actos. ¡Ya vendrá papá estado a salvarnos! En todo caso y al final, nos dedicamos, únicamente, a nuestra más estricta privacidad. De esta manera, los liberales consideran que quien ha fomentado el individualismo ha sido precisamente la socialdemocracia. En fondo, sostienen que su individualismo es puramente metodológico, y creen que la libertad individual no te exime necesariamente de tus responsabilidades sociales. No estas obligado a asumir ninguna, consideran, pero, si no las asumes, después no puedes pedir que la sociedad te ayude cuando así lo necesites. En definitiva, sin obligaciones tampoco hay derechos. Es lo que yo llamaría el principio de responsabilidad. De hecho, si el estado no resuelve tus problemas, te ves obligado a cooperar y a asociarte para hacerlo por ti mismo. Así que, consideran que, a partir de la libertad individual, la comunidad puede reforzarse precisamente porque se ve obligada a cooperar.

La amenaza del individualismo

Pero creo que los liberales, en su percepción, también andan bastante errados. En The Malaise of Modernity Charles Taylor habla de la génesis de la descomposición de las comunidades que nos está afectando y de la amenaza que representa el individualismo. Explica que, en una sociedad en la que todos se cierran en sus asuntos privados, muy pocas personas participan activamente en las tareas del gobierno, por lo que una gran mayoría de la gente prefiere dedicarse a las pequeñas satisfacciones de la vida privada mientras permite al gobierno producir los medios de para estos fines individuales. Esto abre la puerta a una forma de despotismo moderno que, aunque –según Taylor– no es necesariamente una tiranía de terror y opresión, puede convertirse fácilmente en una forma de tutela sobre la que el pueblo tiene muy poco control[12]. La única defensa contra este sistema de opresión que Taylor denomina “despotismo dulce” es la participación política y el asociacionismo voluntario. Una vez que la participación desciende y las asociaciones dejan de funcionar, el ciudadano está solo frente a una inmensa maquinaria burocrática[13] (y frente al estado). En resumen, podríamos decir que el ciudadano atomizado, políticamente y cerrado en sí mismo y en su pequeñez cotidiana es la fuente del poder del supuesto “despotismo dulce”.

¿Un despotismo dulce?

Taylor diagnostica correctamente una de las fuentes de la ruina moral de la sociedad occidental, pero no considero correcto calificar como “dulce” este sistema de poder, porque está demostrado que cuando le conviene no muestra ningún tipo de dulzura. Contrariamente a esto, utiliza excusas embusteras, como las supuestas armas de destrucción masiva, a la hora de bombardear ciudades y poblaciones indefensas para luego poder invertir en lucrativos negocios de “reconstrucción” y afianzar la influencia de empresas privadas en las zona afectadas. Tampoco muestra problemas morales cuando hunde sociedades enteras en la miseria absoluta y la indigencia material. Ni cuando echa de su casa a familias enteras con sus hijos, después de que el ayuntamiento hubiera vendido viviendas de protección social a carteras de inversión sin escrúpulos[14].

Los problemas del asociacionismo

Pero tampoco podemos percibir que el asociacionismo, tal y como se manifiesta hoy en día, sea una solución genuina, ya que en muchos casos las ONG son auténticas agencias de manipulación que se posicionan a favor de un multiculturalismo asociado a la globalización económica, favoreciendo particularmente, el tránsito descontrolado de fuerza de trabajo, cosa que derrumba su precio y lo precariza. En general, muchas de ellas se han convertido en empresas muy fructíferas para aquellos que las gestionan, ya que se benefician de cuantiosas ayudas públicas y privadas sin que a menudo proporcionen ninguno de los servicios sociales para los que supuestamente han sido diseñadas. Sin embargo, esta consideración no implica que la idea de las ONG deba ser desacreditada de manera general. Creo que pueden ser muy útiles, pero debemos reconstruir todo el universo intelectual y moral en el que se basan.[15] Además, para que se creen con el fin de resolver problemas, no con el fin de captar dinero público, deben de dejar de subvencionarse. En el fondo, este asociacionismo no es más que una variante del individualismo, ya que está destinado a acallar las conciencias de todos aquellos que se sienten culpables de los males del mundo (los medios de información se encargan constantemente de hacerlos sentir culpables a través del chantaje emocional) y que quieren dormir apaciblemente y con la conciencia apaciguada, con lo que, al final, el destino último de sus contribuciones es ellos mismos.

La desintegración del cuerpo político

El origen de la cultura economicista e individualista ha sido estudiado por muchos autores. Probablemente el más conocido de ellos es Max Weber, que analiza la relación entre el capitalismo y el cristianismo, pero Charles Taylor también nos cuenta cómo la economía ya no es simplemente la gestión de los recursos que necesita la comunidad, sino que ha definido las relaciones humanas para convertirse en el principal objetivo de la sociedad. Esta forma de concebir el mundo comenzó en la era de los fisiocratas y Adam Smith, quienes consideraban que el orden de la acción económica, la mano invisible, surgiría como resultado de la interacción de intereses egoístas y actores corruptos[16]. Esta forma de entender la sociedad tiene consecuencias inquietantes. Según Taylor, la sociedad organizada ya no es equivalente a ningún cuerpo político. Tan pronto como descubrimos los procesos impersonales que se dan detrás de los agentes, es posible que otros aspectos de la sociedad muestren la sistematización de una ley. La economía, guiada por la mano invisible, es uno de esos aspectos; la ciencia aislará otros aspectos demográficos, culturales y sociales para darles el mismo tipo de tratamiento. No habrá lugar en el que podamos reunir en una sola perspectiva a la misma comunidad humana que aparece en interacción como entidad, como sociedad. Por lo tanto, la sociedad no estará vinculada a la política y navegará libremente entre diversas aplicaciones [17]. En general, para explicar esto en otro lenguaje, podemos decir que cada área de la vida social e individual está separada de las demás. Todo se atomiza y al final se hace casi imposible unirlo en un conjunto dotado de sentido y de estructura racional. Este vacío de significado es el factor que abrirá la puerta a la concepción economicista de la existencia y la globalización. Y esta mentalidad es la que han propiciado precisamente los liberales con sus supuestas metodologías. En el fondo, su teórica comunidad no es nada más que un contrato mercantilizado de colaboración que desposee de significado los bienes sobre los que se asentarían sus “comunidades” libres. Este modelo convierte al individuo en el centro y punto de partida de la sociedad, y el objetivo moral por el cual se debe trabajar. Esta idea, que ha impregnado toda nuestra cultura es la que ha posibilitado que la socialdemocracia se convirtiera en un instrumento de esta visión y en un sistema destinado a favorecer el cumplimiento de las preferencias y los deseos individuales. En realidad, la socialdemocracia debería haber sido una herramienta de solidaridad y de cohesión social con capacidad de hacernos trabajar conjuntamente por un sentido común de la vida, como ahora el de promover el conocimiento científico, el de desarrollar la técnica y el de completarnos moral y culturalmente, cosa que implica destinar los recursos a sociales a convertirnos en personas, con todo lo que implica esta palabra. Esto, sin embargo, era una imposibilidad conceptual, porque tanto el socialismo como el comunismo partían de la idea del homo economicus, cosa que hacía que sus valores de fondo fueran los mismos que los de liberalismo, propiciando que el socialismo se convirtiera, inevitablemente, en una nueva herramienta del individualismo.

La creación de riqueza

Desde los criterios liberales del egoísmo y el individualismo metodológico difícilmente se puede reconstruir ninguna comunidad. Y, en consecuencia con ello, no puede alzarse ninguna respuesta social efectiva y coordenada para defender los intereses de los pueblos. De hecho, si a este individualismo le añades un estado paternal que te lo resuelve todo, solo produces niños malcriados y egoístas, que protestan por todo, que rehúyen cualquier criterio de responsabilidad y que esperan siempre que haya alguien se ocupe de ellos sin que ellos, por su parte, tengan que hacer ningún esfuerzo. De esta manera, esperan, por ejemplo, que se les de trabajo únicamente por pertenecer a un grupo o categoría de persona determinada, como por el hecho de ser mujer, de pertenecer a una identidad étnica concreta o, como último ejemplo, a una identidad sexual determinada. El estado, así y según ellos, debe obligar a las empresas a contratar a este tipo de personas por su condición identitaria y social, en lugar de por su valía profesional, que quedará en un segundo plano. Esto, evidentemente, va en contra de la eficiencia productiva y nos empobrece a todos. De hecho, un estado eficiente que quiera proveerse de riquezas para distribuir, también deberá promover la eficiencia productiva privada, cosa que significa que deberá permitir a las empresas regirse por criterios empresariales, y no políticos. Si se genera riqueza, en definitiva, habrá algo que distribuir. Si, por el contrario, bloqueas esa creación interviniendo en todos los aspectos de la productividad privada, no habrá nada que pueda distribuirse. Así, desde el criterio de garantizar unos derechos laborales inalienables hasta el de intervenir a las empresas para obligarles a contratar desde el punto de vista de criterios políticos hay todo un universo moral y de eficiencia y, como bien decía Aristóteles, la virtud se halla en el justo medio, que no siempre está ubicado en la media aritmética.

La desregularización económica

De hecho, cuando hay una esfera de libertad se consiguen hazañas sociales que décadas atrás eran impensables, y hay un dato revelador que lo demuestra. Desde que se ha alzado la globalización y la liberalización económica mundial la pobreza absoluta ha descendido desde el 30% hasta el 8% en el mundo. El problema de esa globalización es que se trata de un sistema que arruina la cultura, ya que lo desprovee todo de significado. Esto es muy grave si consideramos que las comunidades humanas se sostienen y se estructuran siempre en torno a unos bienes compartidos, y si reduces el significado de estos bienes a su dimensión meramente mercantil estas destruyendo el cemento que une las sociedades. Además, este logro no es definitivo, ya que, si desregularizamos toda la vida económica mundial, los efectos pueden ser extraordinariamente adversos. Debemos contar que las desregularizaciones favorecerán un impunidad empresarial, principalmente por lo que se refiere a los empleos menos cualificados, por muy necesarios que sean éstos. Pero cualquier salario siempre debe alcanzar el mínimo de la dignidad, cosa que significa el derecho a una alimentación, a una educación, a una sanidad y a una vivienda digna.

La comunidad mundial

Siempre podemos pensar que al final no se destruiría la comunidad como tal, sino que sobre la base de la cultura común de la globalización aparecería otro tipo de comunidad mucho mayor con posibilidades de convertirse en una entidad social verdaderamente integradora. Está sería la comunidad humana. Una vez reconstruida, la comunidad, sería también posible reeditar una respuesta común a todas las amenazas que nos acechan, como la del retroceso de las conquistas sociales, ya que en la agenda globalista también está la eliminación de la sanidad pública, la educación pública, la justicia pública, las pensiones públicas, y todo aquello indispensable para que las personas no queden abandonadas. Pero, a esto hay que preguntar:

¿Es factible una comunidad global?

Ninguno de los llamados derechos humanos va por tanto más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad burguesa, es decir del individuo replegado sobre sí mismo, su interés privado y su arbitrio privado, y disociado de la comunidad. Lejos de concebir al hombre como ser a nivel de especie, los derechos humanos presentan la misma vida de especie, la sociedad, como un marco externo a los individuos, como una restricción de su independencia originaria. El único vínculo que les mantiene unidos es la necesidad natural, apetencias e intereses privados, la conservación de su propiedad y de su persona egoísta[18].

La forma de reconstruir la unidad de la vida y la capacidad de lucha y resistencia es recuperar la comunidad, que crea lazos firmes y nos hace actuar como una sola persona. Esto, sin embargo, tiene que hacerse a partir de parámetros modernos, y parece que en un mundo globalizado la comunidad más eficaz sería la humana, ya que la tierra es pequeña, y si no nos coordinamos puede que pronto agotemos sus recursos y la devastemos. Al menos destruiremos las condiciones de vida que hacen posible tanto nuestra existencia como la existencia de muchas otras formas de vida. Pero, ¿es posible construir un ideal de “comunidad humana” con capacidad suficiente para unir una sociedad global y sostener la justicia social? Entre las ideologías que creen en esto algunas son totalmente utópicas y se basan en especulaciones cósmicas y humanitarias, pero también hay otras mejor construidas que legítimamente podemos calificar como racionales, aunque no alcancen la categoría de científicas. Probablemente la más importante sea la marxista. Muchos elementos del marxismo han sido desprestigiados y considerados anticuados, como su teoría del valor, derivados de los clásicos de la economía; el compromiso con la violencia que al final derivó en terribles genocidios; o su afán de imponer a cualquier precio materialismo dialéctico. Pero el marxismo también proporciona muchas herramientas válidas para entender nuestro mundo y soluciones para modificarlo, como su comprensión sociológica de la lucha de clases y su capacidad de entender que el trabajador podría ser un motor positivo del cambio social.

Marx denunció acertadamente la mentalidad individualista burguesa y creyó que el hombre no tenía sentido fuera de la comunidad. Sin embargo, cometió un grave error que, lejos de resolver el problema, lo agravaba todavía más. Si asentamos el sentido de comunidad en la especie, la idea misma de la comunidad entra en contradicción consigo misma, ya que, si ponemos la especie por encima de cualquier otra consideración, a pesar de que no reproduzcamos el sujeto trascendental de Kant en cuanto al punto de vista filosófico, planteamos un sistema social equivalente a un criterio fundado en esa idea. El hecho es que el hombre se convierte en una entidad abstracta más allá de cualquier contexto, ya que lo que le daría su significado último sería el de su pertenencia a la especie. Pero entender que la unidad fundamental de la vida humana es la pertenencia a la especie es, a pesar de que el marxismo reivindica la historicidad de la vida humana, despreciar la historia, ya que el vínculo con la historia es también un vínculo con la cultura. Esto significa que la vida de cada hombre, cada pueblo y cada comunidad es única, diferente y especial. El comportamiento animal sí que puede ser identificado con la especie, ya que los animales reproducen la esencia de su especie una vez tras otra a través de la misma forma de vida y de comportamiento durante milenios, millones de años y miles de generaciones, pero esta realidad es muy diferente a la humana. Cada uno de nosotros y cada una de nuestras comunidades, a diferencia de los animales, es específica y singular, y si queremos establecer un nexo comunitario que haga posible una cooperación internacional real y no ficticia, tiene que basarse en un criterio muy diferente del comunista, ya que esta cooperación sólo será posible si previamente se recuperan los otros tipos de comunidades humanas y evitamos que se disuelvan en la globalización o en una revolución basada, simplemente, en la categoría de hombre.

La idea universal de “trabajador”

El nacionalismo, a diferencia del comunismo, no ignoró la peculiaridad de la vida humana como experiencia singular, y probablemente se expandió con éxito y pudo consolidar sociedades enteras porque daba cuenta de la diversidad de valores, aunque fuera dotándoles de un significado modernizado. Mientras tanto, ni la idea universal de “trabajador” ni la de “proletariado” ha sido capaz de establecer los lazos culturales necesarios para hacer viable la creación de sociedades que superaran los siglos de existencia. De hecho, desde la primeras naciones ya han pasado más de trescientos años. A la par, los estados socialistas se han desintegrado en menos de 65 años. En cualquier caso, si han durado estos 65 años ha sido gracias tanto a un fuerte aparato represivo como gracias a una parodia de socialismo, de manera que, al final, ha sido tanto su propia debilidad como su propia ineficiencia a la hora de entender lo humano el factor que ha dinamitado las sociedades socialistas. De hecho, el error del socialismo ha sido el de basarse en una idea particular generada en un tipo de sociedad concreta y en una ideología materialista y creer que esta categoría podría ser válida para todo cultura y para sostener todas las esferas de la diversidad social. No podía sostenerlas ni en la propia cultura occidental, así que ya nos podemos imaginar sus resultados en otras culturas. Esa categoría es la de “trabajador”, también la de “proletario”. En realidad, ambas son productos culturales de un sistema social y de producción basado en la evolución particular de la cultura europea, que, si se ha extendido por todo el mundo, se ha debido a la ocupación colonial y cultural de otras regiones, no porque se identificara con las sociedades no occidentales. La “trabajador”, por supuesto, puede ser una categoría muy válida para entender las sociedades modernas desde determinada perspectiva, pero, por ella misma, no da cuenta de toda la complejidad y multidimensionalidad en la que se despliegan las sociedades. Por ello, si se absolutiza y se utiliza para explicarlo todo, la realidad social queda tan distorsionada que cualquier medida que se emprenda utilizando esté criterio más allá del entorno donde genuinamente corresponda aplicarse va a ser catastrófica.

El significado de los valores y los bienes

Los comunistas y socialistas, así como los liberales, desprecian las identidades humanas. No entienden que el hombre no puede vivir sin identidad colectiva, por eso rechazaban el nacionalismo. Tampoco entienden que la identidad social o cultural es tan necesaria para la existencia humana colectiva como la personalidad lo es para la persona. Es cierto que hablan de la libertad de los pueblos, pero creo que no entiendan verdaderamente ni el significado del término “pueblo” ni el significado del término “libertad”. De hecho, el término “pueblo” se refiere a una totalidad que está más allá, tanto del individuo, como de una colectividad de individuos vinculados por intereses de clase, y si niegas la identidad de un pueblo también niegas la libertad de los individuos en tanto que entes culturales. En consecuencia, como el comunismo fue incapaz de comprender esto, al ver que las poblaciones se resistían a aceptar su doctrina, se caracterizó por exterminar a todas aquellas culturas y personas que repudiaban el materialismo dialéctico.

Un pueblo comparte todo un conjunto de bienes sociales a partir de unos significados concretos determinados por una escala de valeres compartidos. Pero para el socialismo eso de la valores no significaba nada, era, meramente, pura superestructura sin ningún tipo de sentido ni significado más allá del engaño y la manipulación. Así, el gran problema con el que tuvieron que luchar fue que, desde su concepción materialista y debido a su identificación del valor con el tiempo de trabajo, no podían imaginar el papel real que juegan los bienes en la cultura. Así, consideraron que los bienes estaban dotados de un valor intrínseco, económico. Pero los bienes son bienes si han sido bendecidos como bienes por la cultura, que es lo que les da valor y significado. Los bienes adquieren valor a medida que los interpretamos y los localizamos en un sistema de cultura y en un sistema de creencias, y fuera de esta cultura o sociedad que los interpreta y les da significado, no tienen ningún valor, por más trabajo que se les añada. En general, si los compramos y adquirimos es precisamente por el valor cultural que les hemos concedido y por su utilidad en relación con un proyecto de vida también determinado por valores, no por el trabajo que ha costado producirlos. Por esta razón, las formas de distribución de la riqueza dependen principalmente de la interpretación que del mundo y de sí mismo se da que cada grupo y cada comunidad humana. Así, una piedra que no requiera ningún trabajo puede ser millones de veces más valiosa que un artefacto muy complejo si esta representa un objeto sagrado. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con la reliquias y la piedra negra (meteorito)de la Meca

En consecuencia, aunque el individuo tenga un valor infinito, no tiene ningún valor fuera de una comunidad, porque son las comunidades humanas quienes le otorgan un función con significado en la vida. Por otra parte, si también tiene valor infinito es porque él mismo otorga valor a las cosas. Pero si les otorga valor, siempre lo hace en relación con una comunidad, de manera que su pretensión siempre es aportar un bien a una comunidad, bien que estará asociado a los respectivos valores comunitarios. Si las cosas valen y están dotadas de valor, se pueden intercambiar, vender y comprar. Si no tienen valor cultural, nadie estará interesado en ellas y no se podrán ni mercantilizar. Por lo tanto, para un individuo solitario la noción de valor no tiene sentido, cosa que significa que las cosas no valen nada por sí mismas, aunque haya costado mucho producirlas. Es por este motivo que la producción estatal también puede ser tan ineficiente, porque aparte de no poder controlar las variables de la ecuación del equilibrio económico, un estado no puede conferir (vía decreto ley) valor a nada, sino que ha de ser la comunidad quien, en la vida diaria, determine su valor y su necesidad.

Todo esto significa, en consecuencia, que no hay valor universal porque no hay un hombre universal, sólo hay bienes porque han sido configurados por la historia y la cultura. Los bienes, fuera de la cultura, dejan de ser bienes e inmediatamente se convierten en meras cosas, como las piedras del camino. Y si la historia y la cultura de cada región es muy diferente de la del resto de las regiones, no será fácil constituir un sentido de valor con suficiente fuerza de cohesión comunitaria que ate a toda la humanidad, y menos aún que sirva para establecer un sentido de justicia universal. Por esta razón, considero que el socialismo universal no es más que el derivado materialista de la idea del hombre universal que ha sido generada por una cultura específica, que ha generado tanto al liberalismo como al comunismo y al socialismo, empapados todos de valores judeocristianos que propician el individualismo moral y que no se corresponden con ninguna otra cultura, aunque creamos erróneamente que son universalmente válidos. Por esto, el socialismo no tiene por si solo fuerza para reconstruir la comunidad. Como tampoco lo tiene el liberalismo en tanto que piensa que la fuente del valor depende, en última instancia, de una decisión personal más que de una herencia histórica colectiva.

Superar la divisiones para reconstruir la comunidad

Con todo lo dicho, parece necesario reconstruir una comunidad que supere tanto el individualismo como todas las divisiones absurdas que están promoviendo tanto determinados movimientos sociales como determinados nacionalismos étnicos estrechos y cortos de mira basados en emociones y en la manipulación sistemática de la historia. Sólo así construiremos una entidad sociopolítica adecuada a la nueva modernidad que pueda fundarse en criterios racionales, y no meramente tradicionales, aunque no abomine la tradición como patrimonio cultural a proteger.  Esa comunidad ya está inventada: es la nación. Pero esta nación debe ser entendida en su sentido original, como comunidad humana alzada por los procesos de la modernidad y que se unifica en torno a unos valores culturales entendidos a través de la reinterpretación racional de la historia. También debe entenderse como una comunidad cohesionada a partir de vínculos éticos (vínculos morales racionales y explícitos), y no meramente morales. Pero, para reconstruir esta comunidad debernos considerar tres factores.

En primer lugar y en tanto que debe ser fundada sobre principios éticos, debe mantener un sistema de protección social eficiente, basado, primordialmente, en un sistema público de pensiones, seguridad social y de desempleo. También debe promover la educación pública libre (evitando el adoctrinamiento y propiciando la enseñanza comparativa y científica de ideas y religiones), así como una justicia independiente fundamentada en la división de poderes. Debe incentivar, igualmente, la investigación en tecnología y ciencia. Los resultados de dichas investigaciones, en tanto que pudieran haber sido sufragadas con dinero público, también deberían ponerse a disposición del público, con licencia pública, de manera que cualquier empresa privada pudiera utilizarla para mejorar su productividad, aunque fuera mediante el pago de alguna licencia al estado, si es que dicha investigación se ha promovido y financiado por el mismo. El estado, asimismo, debería promover la obra pública necesaria para el desarrollo efectivo de las actividades sociales y productivas.

En segundo lugar, el de crear un sistema de cohesión social fundamentado en criterios éticos modernizados y racionales. Se trataría de un sistema de comunidad moderna, y no tradicional, que también se opondría al puro contractualismo. Esto significa, que en tanto que esta cohesión se debe basar en principios éticos, debe sostenerse también sobre la libertad de los individuos. ¿Como se articularía esto? Básicamente con todo lo dicho en el punto número uno, pero no solamente con estas medidas sociales. También debe plantear objetivos comunes. Tales como el de promover el desarrollo de la ciencia y la cultura. Cuando aquí se habla de fomentar la cultura, no se habla de subvencionar determinadas fundaciones privadas. Se ha de separar lo público de lo privado tanto como sea posible para evitar que sociedades o asociaciones ineficientes parasiten fondos estatales y se mantengan vivas sólo porque están subvencionadas. Los fondos públicos son necesarios tanto para pensiones como para sanidad o educación y no pueden despilfarrarse para financiar chiringuitos destinados únicamente a vivir del dinero de la comunidad.

En tercer lugar, basándose también en el criterio de libertad, debe permitir el desarrollo de la economía privada, entendiendo que ésta es una fuente eficiente de creación de riqueza que, después, a través de un sistema de impuestos razonable y que no ahogue el sistema productivo, nos permita sostener las funciones sociales descritas en el primer punto. Se puede permitir también un sistema productivo público que compita en el mercado o que proporcione bienes que no se encuentren en él, pero mediante empresas públicas que se autosostengan, con el objetivo de evitar industrias ineficientes que exijan constantes subvenciones y que sean una fuente de pérdida económicas. Si una empresa pública no genera beneficios para el estado y para sí misma debe, sencillamente, cerrar. Evidentemente, queda excluido de este principio la sanidad, la educación, etc., cuya finalidad no es la de ganar dinero, sino la de crear otro tipo de bienes sociales, morales y culturales, como la salud y la cultura.

En el fondo, quien dice que el estado no puede producir bienes útiles se equivoca completamente. La salud es uno de los bienes más útiles, y gente saludable es también sumamente útil al sistema productivo privado, como lo es una persona con un nivel educativo elevado. La obra pública también puede favorecer el desarrollo de la economía privada. En general, sólo se trata de alcanzar las proporciones adecuadas entre lo privado y lo público para constituir la base material sobre la que pueda sostenerse una comunidad nacional saludable. En todo caso, he de reconocer que esto no es una tarea fácil. Nada es fácil en este mundo, pero no hay nada valioso que sea fácil de obtener.

                                                                                              

[1]Marina Forteza.  Las pensiones públicas en Alemania serán el 25% más bajas en 2030.  Eleconomista.es. 11/01/2015.  http://www.eleconomista.es/economia/noticias/6382637/01/15/Las-pensiones-publicas-en-Alemania-seran-el-25-mas-bajas-en-2030.html

[2]Chomsky, Noam. Lucha de clases. Barcelona. Crítica. 2014. P.30

[3]EFE.  La Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional piden más sacrificios a Grecia. El Mundo, 24/02/2002.  http://www.elmundo.es/elmundo/2011/02/24/economia/1298564892.html

[4]Europa Press.  El FMI pide a España que recorte sueldos públicos, aumente ya el IVA y elimine la deducción por vivienda. La Vanguardia. 15/06/2012

http://www.lavanguardia.com/economia/20120615/54311486529/fmi-espana-sueldos-publicos-aumentar-iva-deduccion-vivienda.html

[5]Finanzas.excite.es.  El sueldo de la presidenta del FMI, Christine Lagarde, al detalle. Finanzas.excite.es. http://finanzas.excite.es/sueldo-presidenta-fmi.html

Europa Press.  La directora del FMI cobró 352.859 euros el último año, un 1,8% más que el anterior. El Mundo. 01/10/2013. http://www.elmundo.es/elmundo/2013/10/01/economia/1380650337.html

[6]Lucio A. Múñoz.  ¿Indemnizaciones millonarias por quebrar una empresa? Rediseñando la retribución de la alta dirección.  Eleconomista.es. 28/02/2017.  http://www.eleconomista.es/firmas/noticias/8186891/02/17/Indemnizaciones-millonarias-por-quebrar-una-empresa-Redisenando-la-retribucion-de-la-alta-direccion.html

[7]David Fernández.  23 banqueros: 227 millones en pensiones. El País. 04/03/2014.

https://economia.elpais.com/economia/2014/03/04/actualidad/1393940294_696624.html

[8]Situació en la qual es produeixen simultàniament una inflació i un estacament econòmic.

[9]MacIntyre, Alasdair. Tras la virtud.  Barcelona. Crítica. 2013. p. 117

[10] George Kennan en 1984. Cap de planificació política del departament d’Estat dels Estat Units. Citat per Chomsky, Noam. ¿Quien domina el mundo? Barcelona. Ediciones B. 2016. P. 98. Segons Chomsky, Kennan, en aquest cas, parlava d’Àsia, però considera que aquestes observacions podien generalitzar-se, tot i que amb alguna excepció, a altres participants en sistema global dirigit pels Estat Units. 

[11]Chomsky, Noam. Lucha de clases. Barcelona. Crítica. 2014. P.13. Chomsky habla de las elecciones  de 1980 y 1984 als Estats Units.

[12]Taylor, Charles. El malestar de la modernidad. Toronto. Anansi. 1991. p. 9,10

[13]Taylor, Charles. El malestar de la modernidad. Toronto. Anansi. 1991. p. 9,10

[14]Europa Press.  Un fondo buitre saca a bolsa las viviendas sociales que le compró a Botella. Público. 24/06/2015.

http://www.publico.es/economia/fondo-buitre-saca-bolsa-viviendas.html

[15]SUNS. IPS.  India. ONGs corruptas son puestas en evidencia. Tercermundoeconomico.org.uy.

http://www.tercermundoeconomico.org.uy/TME-71/actualidades05.html

[16]Taylor, Charles. Imaginarios sociales modernos. Barcelona. Paidós. 2006. pp. 96, 98

[17]Taylor, Charles. Imaginarios sociales modernos. Barcelona. Paidós. 2006. p. 99

[18]Marx, Karl. La cuestión judía. Barcelona. Planeta de Agostini. 1992. P. 47

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