Razón, movimiento y cuerpos. Apuntes de la Universidad de Barcelona

Razón, movimiento y cuerpos

Apuntes de la Universidad de Barcelona, 1996.

Apuntes incompletos

La definición

Los cuerpos son un tipo especial de entes que han generado no pocos quebraderos de cabeza a los filósofos. El más importante de ellos ha sido posiblemente el de su definición. En general, responder a la pregunta ¿qué es un cuerpo? no ha sido trabajo fácil y todavía no se puede decir que se haya encontrado una respuesta satisfactoria.

Podemos hacer uso, sin embargo, de ciertas aproximaciones intuitivas según las cuales estaríamos autorizados a afirmar, con cierto grado de verosimilitud, que los cuerpos son cierto tipo de entes caracterizados por ser finitos, extensos, y movibles de una u otra forma en el espacio. Más se hace necesario justificar el origen de esta definición, no basta con postularla convencionalmente echando mano a la intuición.

Definir es aplicar un criterio de selección de entes. Mediante la definición formamos dos grupos distintos: las cosas que caen bajo ella y las que no caen. ¿Cuál es criterio que nos permite distinguir un cuerpo de lo que no lo es? La filosofía ha aplicado varios, los más interesantes y quizá los más útiles hayan sido el de la extensión y el de la intención.

Mediante el criterio de la extensión se comprende a los cuerpos como entes determinados por el espacio geométrico que ocupan. Así un cuerpo sería un espacio delimitado por líneas y superficies concretas.

Pero esta comprensión nos obliga a efectuar un movimiento mental que consiste en prescindir de las otras particularidades físicas, a saber, posición, color, dureza, temperatura, etc. ¿Pero qué criterio nos autoriza a efectuar tal abstracción? ¿en qué sentido podemos hablar de los cuerpos como si no fueran duros o blandos, fríos, cálidos o templados, húmedos o situados encima de la cama? El único criterio del que disponemos es el de la intención.

Es evidente que cuando mencionamos algo lo hacemos prescindiendo de muchas de sus peculiaridades, seleccionamos ciertos datos a efectos de dar unidad y coherencia a nuestro discurso, queremos poner de relieve alguna de sus características o formas de relacionarse con su entorno. Si no lo hiciéramos así nuestras alocuciones se convertirían en un conjunto de términos con tantas referencias que nunca se sabría de qué se habla. Hay, pues, en la definición del objeto una determinada intención sin la cual es imposible racionalizar el discurso.

En general, al aplicar la categoría de extensión, se esta echando mano ya de una intención, prescindimos de muchas propiedades de los cuerpos y lo arrancamos de su entorno como si fuera independiente de él, le fijamos unos límites ideales con el fin de separarlo de los no-objetos. Pero esto supone un grave problema: ¿qué derecho tenemos a separar la mesa del suelo o el árbol del terreno? ¿Cómo afecta a la mera extensión geométrica, en abstracto, la cualidad o cualidades físicas o químicas que encierra? Y si no le afectan, ¿cómo efectuamos las separaciones descritas? Si aplicásemos el criterio de la mera extensión quizá acabaríamos suponiendo que solo existe el cuerpo del abstracto espacio infinito.

Definimos las propiedades o características mediante un procedimiento análogo. Si queremos diferenciar un objeto de otro evidentemente no hablaremos de lo que tienen de parecido. Cuando queremos hacer ciencia, por el contrario, nos interesa hallar los rasgos que son universales, es decir, los rasgos que comparten todos los objetos de un determinado grupo o familia. Efectuamos el mismo proceso de arrancar (¿arbitrariamente?) características del objeto como si fueran independientes de éste, como si pudieran existir sin su portador.

¿Pero qué es lo que nos permite arrancar un objeto de su entorno y una peculiaridad de su objeto y de qué manera podemos distinguir ambos tipos de abstracción? ¿qué nos puede permitir, en definitiva, distinguir un cuerpo de una propiedad? Para efectuar esta distinción es preciso introducir una cierta propiedad: la de movimiento en su sentido físico. Es posible que distingamos un cuerpo de otro precisamente porque cada uno de ellos tenga la posibilidad de ser movido independientemente. Esto significaría que la cualidad del movimiento tiene una situación ontológica privilegiada respecto a las demás propiedades puesto que sería ésta la que al final nos permitiría discernir un determinado tipo de entes, a saber, los cuerpos.

Refiramos esta hipótesis a nuestro problema. Habíamos dicho que, aplicando criterios intencionales, de la misma forma que arrancamos un cuerpo de su entorno podemos arrancar una propiedad de su cuerpo. Veamos si existe la posibilidad física de efectuar dichos movimientos. Es evidente que podemos desplazar un cuerpo de su entorno sin que este pierda su unidad y su ser y sin que dejemos de hablar de él como tal cuerpo. Sin embargo es también evidente que no podemos mover las propiedades.

Entendámonos. No se trata de que las propiedades no pueden moverse ni cambiar. Se trata de otra cuestión. Esta claro que un cuerpo verde podemos pintarlo de amarillo o de rojo, en cierta manera hemos movido las propiedades. También es cierto que podemos comprimir un cuerpo haciendo que su extensión sea menor. Pero no es esto lo que pretendemos decir aquí. Lo que se pretende decir es que no podemos coger el rojo y moverlo de su objeto, colocarlo en otro lugar. En general tendríamos que decir que no podemos mover las propiedades con independencia del objeto pero sí que podemos mover los objetos de su entorno.

Pero las cosas no son tan sencillas. Desgraciadamente se presentan algunos problemas que no se pueden obviar. En primer lugar vemos que si lo que distingue un cuerpo de otro es la posibilidad de mover uno en relación a otro sin que ninguno pierda su ser, nos encontramos que una piedra no es un cuerpo sino una multiplicidad de objetos que están unidos accidentalmente. Podemos partirla tantas veces como queramos y mover tanto como nos guste cada una de esas particiones que, a su vez, seguirá siendo una piedra. Así hasta llegar a la molécula que mantiene las características químicas de la piedra… ¿pero, cómo podemos decir que la molécula es una piedra? Nadie se atrevería a decirlo. ¿Cuál es, entonces, el límite de las particiones dónde se puede decir que a la próxima partición el objeto habrá dejado de ser una piedra? En segundo lugar, si el criterio de diferenciación de los cuerpos es el movimiento relativo obtendremos la conclusión que dos montañas distintas son un solo cuerpo o que las montañas, en definitiva, solo serían propiedades de la Tierra. Pero esto también nos parece absurdo puesto que es poco menos que decir que las montañas no son cuerpos.

Nuestra hipótesis presenta múltiples aporías. Es, al menos, problemática. Pero, entonces, ¿qué criterio seguirá la razón para distinguir un cuerpo de otro y de lo que no lo es? El criterio de la posibilidad de ser movido sin perder la unidad de ser parece, a pesar de su problematicidad, un criterio razonable o utilizable a nivel intuitivo y de sentido común. ¿Por qué tendríamos, pues, que rechazarlo?

TEXTO 1. Parte I de las sesiones del 22 y 29 de Abril de 1996.2

El problema planteado: no podemos hablar de esencias más allá de la existencia, es decir, la esencia de un caballo o de un triángulo tienen realidad mientras existan esos objetos a los que llamamos ‘caballos’ o ‘triángulos’ y no trasciende la existencia de los objetos que conocemos con dichos nombres. Si desaparecen todos los triángulos existentes desaparece la esencia misma del triángulo, sin embargo, quedaría el nombre del triángulo y la verdad de la proposición «el triángulo es aquello que tiene tres ángulos iguales a dos rectos» sería eterna.

Prescindiendo del problema que implica saber a qué hace referencia Hobbes cuando habla de ‘nombres eternos’ el dilema que plantea no es nada sencillo. Si con los triángulos reales desaparece la esencia misma de los triángulos no parece posible creer en la eternidad de la verdad de la proposición utilizada como ejemplo puesto que la verdad de dicha proposición depende precisamente del ser mismo de los triángulos. Si esta esencia desaparece es imposible que la proposición sea verdadera, en realidad no sería ni verdadera ni falsa puesto que sería una mera sucesión de letras o palabras que no tendrían significado alguno.

La postura de Hobbes presenta los síntomas típicos de una enfermedad que podríamos denominar «empirismo radical». La naturaleza de esta enfermedad consiste en querer explicarlo todo a partir de aquello que podemos tocar, saborear y ver y que sin embargo se encuentra con paradojas tales como la que le plantearía la necesidad de la verdad de la proposición «el triángulo es aquello que tiene tras ángulos iguales a dos rectos» la desaparición misma de todos los triángulos del Universo. Se quiere explicar las propiedades del triángulo a partir de los triángulos existentes, reales, como si tales propiedades se derivasen de la existencia o del recuerdo de la existencia. Pero, ¿no podríamos cambiar los términos de la relación? ¿no parece más lógico considerar que las propiedades esenciales de los triángulos no son más que las condiciones de posibilidad de su existencia misma?

Para que un triángulo exista debe cumplir la condición de que «sus tres ángulos sean iguales a dos rectos», «a una figura que cumpla esta condición la denominaremos ‘triángulo'». Así las propiedades serían previas a todo triángulo, no en el sentido de que existan antes de todo triángulo sino de que son las condiciones necesarias para exista cualquier triángulo. Así la esencia del triángulo no sería una naturaleza que transcendiese la existencia, que estuviera en algún lugar «misterioso» o en algún recóndito «mundo de las ideas». Simplemente no estaría en ningún lado, no sería más que una definición.

¿Ello nos permite considerar que a partir de cualquier definición que creemos podremos construir algo? Supongamos que creamos una definición: «cojamos cuatro líneas rectas iguales y unámoslas por sus extremos hasta que configuremos un espacio cerrado y los ángulos establecidos entre tales líneas sean de noventa grados» Está claro que siguiendo estas reglas podremos construir algo, ese algo es lo que conocemos con el nombre de ‘cuadrado’. Supongamos ahora que creamos la siguiente definición: «cojamos cuatro líneas rectas de igual longitud y las unimos de tal manera que configuren un espacio cerrado y los ángulos establecidos entre las líneas sean de ciento diez grados sexagesimales» a la figura resultante la llamaremos «cartapacio» Nos encontraremos con la sorpresa de que no podemos construir una figura que reúna tales condiciones. Si la cerramos sus ángulos no tendrán ciento diez grados y si los tienen no podrá estar cerrada.

Esto significa que si bien podemos crear definiciones convencionalmente no podemos conseguir que de cualquier definición creada sea posible construir algo real. Podemos enlazar todos los nombres y palabras que queramos para construir una definición, y aunque cada nombre y cada palabra tenga un significado bien concreto y bien conocido nada nos garantiza que el significado del conjunto de las palabras, a saber, del enunciado, haga referencia a algo que tenga tan solo la posibilidad de existir. La existencia fija sus limites, nos permite construir cualquier cosa que se mantenga dentro de estos límites y nos impide hacerlo con cualquier otra que rebase estos límites. Hay una condición dominante de la realidad que revienta la soberanía de la convención. Pero esta condición dominante nada dice de lo debe existir, sino de lo que no puede existir. Así no existirían esencias inmutables ni trascendentes sino que las esencias serían una pura posibilidad de existencia en el sentido de que ningún objeto que tenga la posibilidad de existir puede violar las reglas de la condición dominante de lo real.

TEXTO 1. De la sesión del 11 de Marzo de 1996 sobre la doctrina cartesiana de la creación de las verdades matemáticas.

Este texto nos introduce en uno de los puntos más conflictivos de la metafísica moderna, a saber, el problema de la delimitación de la soberanía de Dios: ¿dependen de Él las verdades eternas, es decir, son producto de su voluntad, o por el contrario son independientes de la misma? Si las verdades eternas no dependen de la voluntad divina nos encontramos. como bien dice Descartes, ante un Dios sometido a una legalidad previa que en cierta medida lo justifica y lo fundamenta… ¿pero, qué clase de Dios es éste?

Parece que esta idea causa pavor al propio Descartes. Leibniz más adelante distinguirá entre verdades de razón y verdades de hecho. Las verdades de razón son todas aquellas que son verdaderas en todo mundo posible, las de hecho son las que pueden ser verdaderas en algún mundo y falsas en otro.

Si Dios es absolutamente soberano, es decir que se manifiesta como poder de transcendente y absolutamente autónomo de cualquier otra instancia nos encontramos con el problema de que Dios, si quisiera, podría construir mundos donde las verdades de razón fueran falsas. Pero si Dios puede construir mundos donde las verdades de razón son falsas entonces esos mundos son posibles y las verdades de razón, por este motivo, dejan de ser verdades de razón para convertirse en verdades de hecho.

Así que nos encontramos con el dilema: o no hay verdades de razón o Dios no es Soberano.

Podría argumentarse, en favor de la posición cartesiana, que las verdades de razón solo son verdades de razón para nosotros, pensamos en la verdad de su necesidad porque obedecen al mandato divino y no porque Dios no pueda construir un mundo donde esas verdades sean falsas. La limitación estaría entonces en nosotros salvándose la soberanía divina. En realidad no podríamos pensar en mundos donde esas proposiciones fueran falsas no porque no fuera posible su existencia sino porque nosotros no tendríamos la posibilidad de pensarlas. Las verdades de razón, serían, entonces, verdades de razón para nosotros y verdades de hecho para Dios. En definitiva, en un sentido absoluto, no existirían las verdades de razón y solo existirían las verdades de hecho.

Pero esto nos trasladaría a un nuevo problema. A saber, si Dios es Soberano tiene la facultad de pensar verdades que sean verdades en todo mundo posible, incluyendo aquellos mundos posibles en lo que ni siquiera nosotros podemos pensar. Si no puede hacerlo, queda igualmente limitado y no es Soberano. Si lo hace, significa que no puede construir un mundo en que estas verdades sean falsas con lo cual Dios también pierde su Soberanía.

TEXTO 13. Apartado IV de las sesiones del 22 y 29 de Abril de 1996

La concepción clásica del mundo: Había algo en la naturaleza que se escapaba de la comprensión racional, era mutable y estaba en constante movimiento, las cosas eran y dejaban de ser y parecía que existía forma posible de explicar la constante mutación y el devenir en general. ¿Cómo era posible que una cosa que fuera dejase de ser y una cosa que no era comenzase a ser?

La primera solución: el devenir, el cambio era solo aparente, un engaño de los sentidos y una sombra de la verdadera realidad, inmutable, fija, aprehensible por la razón. Así todo se podía explicar y la ciencia era tan solo el conocimiento de las cosas reales, fijas e inmutables del verdadero mundo, el mundo inteligible.

Pero esta solución parecía no ser satisfactoria, era negar el movimiento como realidad. El movimiento debería tener su propio estatuto ontológico, no era falso sino más bien real. Pero el mundo del devenir no podía ser un mundo perfecto puesto que las cosas perfectas no tenían motivo alguno para cambiar. Si eran perfectas no era necesario que se modificaran, si eran imperfectas, por el contrario, deberían buscar su lugar natural, alcanzar la propia perfección de su ser, que de alguna forma, se hallaba en potencia. El movimiento así no era más que la causa de la imperfección y todo cuanto existía se orientaba en su movimiento el alcanzar la perfección suprema, a saber, Dios o el Primer motor causa de todos los movimientos.

La nueva concepción mecanicista: ya no ve en el movimiento ninguna imperfección y tampoco lo considera falso. Esto no significa que el movimiento no plantee problemas. Si los conceptos y el ser cambia no es posible hacer ciencia, pero el movimiento y el cambio es una realidad que debe ser explicada y aprehendida por la razón, pero la razón solo puede actuar con conceptos fijos y universales. El mecanicismo trata de explicar el movimiento precisamente mediante conceptos fijos y universales: las leyes que clasifican los movimientos según regularidades y criterios fijos. Estas leyes son leyes cuantitativas, eternas e inmutables, que explican a su vez lo perecedero y mutable.

Hay cambio y mutación pero este cambio y esta mutación está sometida a regularidades a su vez inmutables. El mecanicismo había encontrado un procedimiento mediante el cual la razón pudiera comprender el movimiento como algo real y con dignidad ontológica mediante los conceptos y regularidades fijas sin las cuales se ve imposibilitada para actuar.

TEXTO. IV parte de las sesiones del 23 y 29 de Abril de 1996.

La ultima parte del texto manifiesta o pone en evidencia la rebelión de la modernidad contra determinada cosmología según la cual los movimientos celestes son de naturaleza distinta a los terrestres, son más regulares y perfectos y están determinados, sobre todo, por causas finales (la búsqueda de la perfección) y no eficientes. La física debe explicar todos los movimientos y no solo los movimientos terrestres. Los movimientos del cielo no pueden ser de naturaleza distinta a los que se dan el la Tierra y la ciencia de los movimientos de los astros, solo puede ser un capítulo de una ciencia más general que pone las condiciones de posibilidad de todos los movimientos, sean terrenos o uránicos.

La concepción clásica y medieval de los movimientos según la cual la Tierra estaba inmóvil en el centro del universo y todo lo demás giraba en torno a ella con movimientos circulares perfectos y regularísimos se encontraba con determinadas dificultades. En general complicaba tanto las explicaciones racionales de sus regularidades que hacían imposible atribuir tales movimientos a unas leyes parecidas a la de los movimientos de los cuerpos que se daban en la Tierra, por eso la astronomía se había convertido en una ciencia especial que no se regía por causas eficientes y sí lo hacía por causas finales.

La astronomía se había separado de la física. Sin embargo, la evidencia empírica y la propia tendencia natural de la racionalidad a buscar y a explicar lo común y parecido con causas comunes y parecidas iban a ser los verdugos de la vieja cosmología aristotélica.

Los movimientos del cielo no eran sustancialmente distintos de los terrenales y las causas que los motivaban no eran, sino, más que causas eficientes. Al final los perfectos mundos acabarían por convertirse en rocas peladas y defectuosas que vagabundeaban azarosamente empujadas por fuerzas ciegas e involuntarias aunque constantes y regulares.

Las variaciones en esos movimientos constantes y regulares tan solo se debían a la yuxtaposición de dos o más fuerzas que se neutralizaban y que contrarrestaban o reforzaban los ímpetus respectivos de los cuerpos que interaccionaban.

Esta nueva comprensión abrió el camino decisivo de la construcción de la ciencia moderna. Se conseguía unificar los criterios de trabajo y de investigación y todo se podía comprender mediante las mismas leyes fundamentes, regularidades inmutables y universales aplicables a todos los ámbitos de la naturaleza. El afán teológico anterior había impedido esto, puesto que las leyes que regulaban el cielo eran distintas de las que regulaban la tierra y la razón se veía obligada a efectuar un doble esfuerzo conciliador entre ambos ámbitos.

 

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