REDISTRIBUCIÓN. Apuntes de la Universidad de Barcelona, UB. 1996

REDISTRIBUCION

Posiblemente el texto es de Anthony de Jasay

Constituciones «fijas»

En el estado de naturaleza, la gente utiliza su vida, su libertad y su propiedad para objetivos adoptados por ellos mismos. Una larga tradición del pensamiento político mantiene que esto les somete a enfrentamientos que conducen a la pérdida de la vida, a la inseguridad de la propiedad y a la incapacidad de producir la cantidad «óptima» de bienes públicos. La forma extrema de esta perspectiva, decir que el estado de naturaleza no puede producirse ningún bien público probablemente no se mantiene ya de manera general. El estado de naturaleza está llegando a ser considerado como capaz de y proclive a producir algunos bienes públicos, pero no muchos y quizá no tantos como la sociedad civil dotada de un Estado coercitivo.

Al obligarse a llevar a cabo la voluntad o dar efecto a la elección colectiva, el Estado está compitiendo con sus ciudadanos por la utilización del recurso escaso que es la propiedad de cada uno. Al mismo tiempo, la competención del Estado y sus ciudadanos es prime facie tan desproporcionada, tan grotescamente desigual, que si el Estado no llega a esclavizar a sus ciudadanos se necesitan razones convincentes para explicar porqué. Es difícil formular alguna pregunta más crucial que ésta a la teoría política, que ha sido implícitamente contestada cada vez que los historiadores han realizado un informe satisfactorio sobre el declive del despotismo, sobre la llegada a un punto muerto y el convenio entre un rey y sus barones, o sobre cómo ha gobernado un determinado Estado mediante la costumbre y la ley que limitaban sus elecciones más que por su propia razón discrecional que no lo hacía.

Esta capítulo está en su mayor parte dedicado a las en gran medida involutorias consecuencias de asegurar el consentimiento político mediante la redistribución. Montesquieu pensó, extrañamente, que la libertad podría definirse como un estado de cosas donde las acciones del hombre sólo estuvieran constreñidas por la ley. Tal definición, junto a otras debilidades, puede apoyarse en alguna creencia implícita en la calidad, el contenido específico de la ley. La sujeción del Estado a la ley, aún a la ley de su propia invención, ha sido considerada de manera bastante extraña como suficiente para desactivar su potencial tiránico.

Si la regla de la mera ley  no es condición suficiente para una aceptable reconciliación de las pretensiones opuestas sobre la libertad y las posesiones del ciudadano y para protegerle del poderoso apetito  inherente a la naturaleza adversaria del Estado, no se puede aspirar a menos que a la regla de la buena ley.          La finalidad de ponerse cinturón y tirantes a la vez, es decir, una constitución «fija» en un Estado democrático, donde las leyes son en cualquier caso el resultado de la negociación entre él y la sociedad civil, es la relativamente sutil de que la amenaza a la libertad y la propiedad pueden tanto provenir del pueblo soberano como del monarca soberano. El peligro, pues, estriba en el poder soberano y no en el carácter del ocupante que lo ostente.

Por obvias razones, una asamblea soberana, un demos o sus representantes, y un monarca soberano o dictador tienden a representar tipos de peligro más bien diferentes. Hay algo amenazador y básicamente «injusto» en la noción misma del Estado soberano que compite con sus ciudadanos por el uso de sus recursos.

Aprobar garantías constitucionales, por lo tanto, es una jugada inteligente, un gesto para demostrar a la minoría que no les va a ocurrir nada realmente cruel. Una cosa es decir que es bueno para el Estado, o para la mayoría con cuyo consentimiento éste gobierna, adormecer a la minoría en un falso sentido de seguridad mediante el ofrecimiento de salvaguardas constitucionales. En su brillante exploración de algunas paradojas de la racionalidad, Jon Elster sugiere que una sociedad que se ata a sí misma mediante una constitución, sigue la misma lógica que Ulises amarrándose a sí mismo al mástil para poder resistir el canto de las sirenas. Mi opinión es diferente. Es que cualquier cosa que Ulises, el Estado, haga voluntariamente para restringir su propia capacidad de libre elección es el resultado de su interpretación del estado de ánimo de su tripulación, del miedo de ésta a las sirenas y la desconfianza de ésta respecto a la firmeza de carácter de él.

La analogía con los Estados y sus constituciones se ve distorsionada por las ataduras. Una vez atado, Ulises no puede liberarse de sus ataduras. Sólo sus tripulantes lo pueden desatar. Un Estado atado por una «ley de leyes» que al mismo tiempo es el monopolizador de toda puesta en vigor de la ley siempre puede desatarse a sí mismo. No sería soberano si no pudiera.

La definitiva autoridad del Estado sobre la constitución está enmascarada, en países con una verdadera constitución «fija» de tipo francoamericano, mediante la estipulación de un guardián especial que vela por su observancia.    De otra parte, si el guardián de la constitución es parte del Estado, hay una presunción de que no tendrá una concepción distinta y claramente divergente del bien público o, lo que en la práctica es indistinguible de ello, un cálculo distinto y ampliamente divergente del saldo de ventajas que pueden obtenerse interpretando la constitución de un modo o de otro.

Evidentemente, cuando el guardián de la constitución es una criatura de un anterior ocupante del poder estatal, la emanación de una mayoría del pasado ya desaparecida, es bastante probable que se plantee tal divergencia. Un conflicto verdaderamente radical entre la concepción de lo justo expresada en la constitución y la del bien público propuesto por el Estado, sobre todo en el «nacimiento de una nueva era» cuando hay una seria ruptura de la continuidad, refleja una situación revolucionaria o un coup d’état.

La enmienda de la ley de leyes es una tarea posiblemente bastante diferente en cuanto a su magnitud, pero no en su sustancia, de la enmienda de una ley o cualquier otro acuerdo menos formalizado de la sociedad. La tarea de cualquier Estado, desde la más represiva dictadura discrecional hasta la comunidad más legitima, es el ajuste reciproco de la manera que le resulte más ventajosa, de sus políticas al balance de apoyo y oposición que engendran.

La compra del consentimiento

Las mayorías deben ser pagadas con el dinero de las minorías; estas condiciones dejan pocas opciones al Estado en cuanto a la pauta redistributiva a imponer.

En la política competitiva electoral la recompensa del ganador es el poder sin beneficio. Una determinada sociedad en estado de naturaleza sin marca de Estado alguno se puede distinguir de otras por su conjunto de distribuciones iniciales de todos los atributos desiguales que se caracterizan a sus miembros.          Si a esta sociedad se superpone un Estado, y si éste depende del consentimiento de sus ciudadanos para mantenerse en el poder, puede, y en situaciones competitivas sin duda lo hará, considerar ventajoso ofrecerse a cambiar un tanto la distribución inicial de tal forma que la redistribución le proporcione más apoyo. Tal oferta de redistribución está evidentemente en función de la distribución inicial.

Si hay una cantidad cualquiera de desigualdades, el Estado puede al menos proponer o pretender nivelar unas cuantas de ellas. Con objeto de hacer posible una solución determinada, sería útil disponer de una cultura política donde se aceptaran como intocables a la mayoría de las desigualdades, de modo que ni el Estado ni sus competidores las incluyeran en su oferta redistributiva. El dinero parece ser el objeto natural de la redistribución porque, a diferencia de la mayoría de las demás diferencias, es par excellence medible, divisible y transferible. Sin embargo, con el dinero como objeto, la política democrática puede tener sentido como un equilibrio estático que se autoperpetúa. El porqué de que esto sea así se aprecia mejor recordando la fácil distinción que tan pronto hace la gente entre la igualdad de oportunidades y la igualdad de situaciones finales.

Una mínima reflexión muestra que no existe otra prueba de la igualdad de las respectivas oportunidades de la gente de ganar dinero que el dinero que efectivamente ganan.       Esto no tiene que impedir que nadie elija cualquier definición condicionada de la igualdad de oportunidades, convirtiéndola en un subconjunto arbitrario dentro del gran grupo de causas por las cuales los estados finales resultan desiguales.

El tema en cuestión no es sólo que la igualdad de oportunidades resulte conceptualmente dudosa, ni tampoco que en la práctica los igualitaristas serios deban ocuparse de los estados finales, aunque los dos puntos sean bastante válidos.

En nuestro tratamiento del comportamiento del Estado en la política competitiva, partiremos por algunas de las razones anteriores de la base enormemente simplificada de que gobierna una sociedad integrada por un grupo amorfo sin patrón alguno. También partiré de la base realista pero conveniente de que las preferencias políticas de la gente se determinan enteramente por su interés material, y en un sentido reducido además: no existe el altruismo, ni la falsa conciencia, ni la envidia ni la idiosincrasia,            los otros supuestos simplificadores que necesitamos resultan menos rigurosos. Se aplican las reglas democráticas básicas. La ocupación del poder estatal se concede a un contendiente en función de la comparación de las ofertas abiertas y competitivas que describen políticas de redistribución. Bajo estas condiciones, hacia el final de cada período de ocupación del poder habrá una competición para obtener votos entre el Estado y la oposición. La oferta alta ganará, en el momento adecuado, la nueva ocupación del poder estatal. Nuestro argumento no perderá nada si simulamos el sistema de dos partidos políticos y consideramos solamente dos ofertas rivales, una presentada por el ocupante del poder y la otra por la oposición dando por sentada suficiente facilidad de entrada de competidores potenciales para impedir que el Estado y su oposición lleguen a un acuerdo de connivencia con objeto de compartir el botín y pagar los votos insuficientes.

Si la sociedad sólo se diferencia en función de la riqueza, el Estado y la oposición sólo tienen dos papeles que dividirse entre ambos, el de defensor de los ricos y el defensor de los pobres.

Hasta aquí, todo bien, este esquema simplificado reproduce debidamente la tendencia del complicado mundo real a concebir como una carrera muy reñida las elecciones democráticas en los sistemas bipartidistas donde profesionales competentes se esfuerzan por serlo todo para todo el mundo y por poner a punto sus promesas electorales. Lo que, sin embargo, parece resultar imprevisto es el ganador. Sabemos que gana la oferta más alta. Pero no conocemos las condiciones de las ofertas rivales.

Supongamos arbitrariamente que se puede recaudar, por ejemplo, diez veces más contribuciones en el sector rico de la sociedad que del pobre, y que cada competidor por el poder estatal puede proponer que se imponga contribuciones a los ricos, o a los pobres, pero no a ambos al mismo tiempo. Supongamos también que los dos competidores tienen la misma idea de la capacidad contributiva por encima de la cual no intentarán extraer más de ninguna de las dos mitades de la sociedad.

Puesto que la oferta ganadora  es la que es «aceptada» por no menos del 50.1 por ciento de los votantes, los dos competidores procurarán dar con la combinación ganadora de precios positivos y negativos para el 49,9 por ciento más pobre y el 0,2 por ciento del centro del electorado.

        1) El partido rico podría proponer imponer contribuciones a los pobres, redistribuyendo el dinero así recaudado a sus propios electoras y al centro.

            2) El partido rico, sin embargo, se daría cuenta inmediatamente de que su oferta será sin duda rechazada, puesto que siempre hay más dinero disponible de los impuestos de los ricos que de los pobres para comprar los votos del centro. Por consiguiente, debe vestirse con la ropa del partido de los pobres y volverse contra sus propios electores.

          3) En el supuesto 2) el partido rico ganaría. Recibiría el apoyo de los ricos que preferirían que se les quitara el 9 en vez del 10, y del centro que preferiría recibir todos los beneficios en vez de tener que compartirlo con los pobres. No obstante, «esforzarse por ganar la batalla del centro» es un juego que dos pueden jugar, para seguir en la carrera, ambos deben jugarlo.

Ningún competidor puede mejorar más su oferta. Lógicamente, los dos tienen la misma posibilidad de asegurarse el consentimiento de la mayoría. La propuesta del partido rico es votada por los ricos, y la del partido pobre por los pobres.

El lector astuto habrá adivinado que el mecanismo simple arriba expuesto, por el cual la democracia produce la redistribución, seguirá funcionando mutatis mutandis en un escenario donde la constitución prohibiera la redistribución.

La mecánica artificial de las ofertas políticas competitivas que producen el igualmente artificial resultado de una sutilmente equilibrada indeterminación electoral, se debe tomar ciertamente con una pizca de sal. Sin embargo, con toda su artificialidad observar el funcionamiento de nuestro esquema de democracia es más útil que observar el simple girar de ruedas.

Nuestro esquema de tipo «puro» de redistribución, de impuestos y transferencias de ricos al centro que el Estado, confrontado con rivales en la democracia electoral, adoptaría bajo ciertos supuestos simplificadores, es a una teoría general de la redistribución lo que en economía la competencia perfecta es a una teoría completa del comportamiento de los productores.

Hemos aprendido que el consentimiento, en general, no se compra con actos de ayuda estatal a la mayoría a costa de la minoría.

Nos estamos acercando al quid de la cuestión, tropezando al avanzar con la teoría del Estado. Si el objeto de ser el Estado fuera tener poder significaría muy poco decir que el Estado lo ha maximizado en la situación cuyas condiciones de equilibrio hemos supuesto arriba. Si el poder como fin en sí mismo significara «estar en el poder», al poseedor del poder no le importaría tener que utilizarlo de una única manera, sólo para esto y no para aquello, mientras lo tuviera. Pero atribuir a esto el papel de maximando haría muy superficial a la teoría.

Pero aunque el alivio de tareas adicionales podría ser un agradable derivado para el autor y su lector, permitir que el Estado se motivara por un concepto tan superficial y casi vacío del poder falsificaría intolerablemente la experiencia histórica.

Un Estado que trata de gobernar principalmente mediante el consentimiento en lugar de por la represión cum legitimidad puede haber sido víctima de la falta de precaución, debilidad de voluntad o inconsecuencia.

La redistribución adictiva

La ayuda y la necesidad alimentan la una a la otra; su interacción puede originar procesos acumulativos descontrolados.

Mediante la ayuda a la creación de derechos y a la formación de grupos de interés, el Estado transforma a la sociedad a su imagen y a su riesgo. La redistribución es potencialmente adictiva en dos aspectos distintos, aunque relacionados. Uno se refiere al comportamiento de personas y familias. El otro actúa sobre grupos afectando así a los rasgos más gruesos, más visiblemente estructurales de la sociedad. Fusionar a los dos en una única teoría de los grupos podría haber tenido la elegancia de una mayor generalidad, pero el tratamiento por separado me parece más claro.

Las ideas fundamentales con respecto a los adictivos de la redistribución sobre personas y familias son muy viejas.  Algunas de las características autoreforzantes acumulativas del suministro de bienestar social inspirarían la hipótesis más específica de que cuanto más se ayude a una persona necesitada, y más probable considere ésta la continuidad de la ayuda futura. Por consiguiente, en línea con la relación normal entre práctica y capacidad, cuando más se le ayude, menor llegará a ser su capacidad.

Hay formas más sencillas en las que la adaptación del comportamiento y del carácter a las ayudas públicas venideras es capaz de desencadenar los procesos de autoalimentación que pueden percibirse en las sociedades altamente redistributivas.

Procesos análogos, donde los efectos se convierten en causas de efectos posteriores de la misma naturaleza que el rostro de Jano, pueden estar produciéndose en muchas otras áreas de actuación redistributiva. Tales adaptaciones pueden evidentemente hacer más felices a algunas personas y a otras, quizás incluso a algunas de las que se benefician de la ayuda estatal, más infelices, aunque parece muy problemático decir algo más que esto.

Funciones antes desempeñadas por un individuo para sí mismo, o por parte de la familia para con sus miembros de manera descentralizada, autónomamente, más o menos espontáneamente y casi siempre afectuosamente, ni serán ni pueden ser desempeñadas de esta forma en el futuro. En cambio serán desempeñadas por el Estado de manera más regular, más extensa, quizás más completa y mediante el recurso a la coerción. La apropiación de estas funciones por parte del Estado lleva consigo efectos secundarios de cierta intensidad.

La pérdida parcial de control sobre la escala de producción de bienestar social, y sobre los gastos correspondientes, es un aspecto importante del apuro en que se encuentra el Estado adversario. Dejemos ahora atrás las simplificadas suposiciones de una sociedad amorfa y sin estructura que nos dio el resultado de un elegante equilibrio en la sección anterior sobre «La compra del consentimiento». La sociedad ahora se parece más a la sociedad real con sus miembros que se diferencian los unos de los otros en un sinfín de atributos desiguales, entre los cuales su forma de ganarse la vida, su domicilio, su estatus no son sino unos cuentos de los más obvios. Cada miembro de la sociedad puede ser miembro simultáneamente de tantos grupos como atributos tenga en común con otra persona.

Hay, pues, una cantidad muy generosa de grupos potenciales, cada uno parcialmente homogéneo, dentro de los cuales la heterogénea población de una determinada sociedad podría, en circunstancias propicias, unificarse. En el estado de naturaleza, los miembros de un grupo, actuando unitariamente, consiguen una recompensa de grupo, esto es en beneficio más allá de la suma total de lo que obtendrían si actuaran aisladamente, en dos aspectos:

1) Pueden producir colectivamente un bien  que por su naturaleza no se produciría tan bien o ni siquiera se produciría en otro caso.

2) Pueden extraer conjuntamente la recompensa del grupo desde fuera del grupo, al cambiar las condiciones de intercambio comercial que prevalecerían entre los que no son miembros y los que sí cuando actúan individualmente.

La libertad de los demás de no hacer un contrato con el grupo, sin importar lo desagradable que pueda resultar el uso de tal libertad, hace que la recompensa del grupo sea en cuestión de negociación. Al menos para nuestro objetivo inmediato, que es comprender la diferencia entre la estructura grupal del estado y la estructura grupal de la sociedad civil, el determinante crítico del comportamiento de grupo es el fenómeno del «gorrón» o free-rider.

Si todos los miembros de un grupo en el estado de naturaleza fueran egoístas en el sentido mencionado, todos querrían minimizar su propia carga y, en caso dudoso, montar gratis. Consiguientemente si los grupos de interés del estado de naturaleza llegan a formar y toda la carga del grupo es soportada por alguno o algunos a pesar del incentivo egoísta que tienen los miembros del grupo para gorronear, es necesario que valga por lo menos una de tres condiciones:

  1. a) Algunos miembros del grupo son altruistas e incluso prefieren soportar la «parte proporcional de otros» del peso o dejar que otros reciban la parte de la recompensa que les correspondería a ellos.
  2. b) Aunque todos los miembros son egoístas, algunos no son envidiosos. Si hace falta, soportarán más que su parte de la carga del grupo antes que permitir que el grupo fracase por completo, porque la carga que asumen, en el margen, no supera la recompensa que se les está acumulando y no envidian el mejor trato que depara el gorroneo.
  3. c) Todos los miembros del grupo son egoístas y envidiosos. El gorroneo debe haberse mantenido de algún modo por debajo del nivel crítico en el que la envidia por parte de los » pasajeros de pago» contra los gorrones supera el beneficio neto que aquéllos obtenían de seguir adelante con y para el grupo.

El caso a) corresponde a la acción cívica voluntaria, al esfuerzo pionero que se sacrifica a sí mismo al «mandar las tropas encabezándolas» y quizá también al activismo político y al entrometimiento; pueden no estar totalmente ausentes otras satisfacciones ajenas al bien del grupo.

El caso b) subyace, por ejemplo, a la creación de economías externas, que no se producirían si aquellos cuya actuación las motiva se resistieran considerablemente de su incapacidad para impedir que otros, que no contribuyen nada, también se beneficiaran.

El caso c) es más exigente; aquí el problema del gorroneo llega a ser crítico para la formación y supervivencia del grupo. La justicia sumaria en el Oeste americano contra los violadores de los acuerdos vitales del grupo fue un intento de reforzar un estilo de vida precario cuya viabilidad dependía en gran parte de que no existiera el gorroneo, de que todo el mundo jugara limpio. Antes de la puesta en vigor, debe haber acuerdos, condiciones acordadas que ejecutar. ¿Cuál será la parte de la carga del grupo que corresponda a cada uno y cómo se repartirá la recompensa común?     Pudiera pensarse que una vez que se encontrara enfrentado a tales límites, amenazado con la descomposición, el grupo intentaría preservarse recurriendo a nuevos métodos más eficaces de puesta en vigor de los acuerdos de grupo, de asignación de costes y recompensas o de los códigos de conducta y tomaría represalias con más fuerza contra los gorrones.         Si es así, es razonable imputar al estado de naturaleza cierto equilibrio en la estructura grupal de la sociedad.

Los grupos de interés que obtienen beneficios no disponibles para las personas individuales en sus transacciones con otros son benignos o malignos dependiendo principalmente de los valores del observador.

Nuestro esquema ya está preparado para la introducción del Estado. Queremos contestar a la pregunta, ¿cómo afecta el funcionamiento del Estado al equilibrio de la estructura de grupos de la sociedad? Evidentemente, donde existe un Estado, el dominio soberano se añade al contrato como medio de extraer una recompensa grupal de los demás. Cuando una sociedad consta sólo de personas, familias y en el peor de los casos quizá grupos muy pequeños, ellos dan o niegan su consentimiento en democracia al gobierno del Estado en respuesta a los incentivos disponibles.

Un grupo de interés orientado hacia el Estado, sin embargo, en lugar de meramente reaccionar ante la oferta existente, negocia de manera activa y vende los votos y la influencia que representa por un mejor acuerdo redistrbutivo que el que sus miembros individuales conseguirían sin coaligarse. La recompensa de grupo, pues, es la redistribución excedente que consigue sacar en virtud de su cohesión.

La recompensa  es sólo en un sentido aproximado «dada» por el Estado.

Un determinado grupo que mediante presión y negociación logra sacar alguna ventaja del Estado consideraría de manera típica y no irracional que su coste es infinitesimal en función de cualquier criterio sensato que hombres acostumbrados a los asuntos públicos pudieran aplicar. Hay formas todavía más potentes en que la posibilidad de obtener recompensas «del» Estado en vez de a través del mercado, directamente de personas o de grupos dentro  de la sociedad civil, transforma el entorno en el que los grupos de interés se organizan y subsisten. Mientras la dilución de costes en la inmensidad y complejidad de la maquinaria redistributiva del Estado atenúa la resistencia al gorroneo por parte de los grupos, el gorroneo dentro de los grupos de interés orientados al Estado se hace relativamente inocuo por la especial naturaleza de la carga que los miembros del grupo deben sobrellevar para poder conseguir la recompensa del grupo. Ninguna de las dos formas de gorronear tiene muchas posibilidades, si es que tienen alguna, de reducir su efectividad a la hora de obtener una recompensa redistributiva.

Con el Estado como fuente de recompensa para los grupos de interés, el gorroneo pierde la mayor parte de su potencial destructivo como impedimento para la formación y la supervivencia de grupo. Además, los grupos de «predadores», en los términos de mi argumentación acerca de la relativamente barata que resulta la acción política cohesiva, pueden sobrevivir y alimentarse de la sociedad casi sin importar lo infectados que puedan estar de sus propios «parásitos» gorrones.

Lo anterior pudiera sugerir el tipo de indeterminación inestable e ingrávida en que los grupos de interés pueden sin previo aviso en un momento determinado tan pronto reducirse como multiplicarse. Carentes de una dinámica interior propia, hace falta la casualidad estocástica para que hagan lo uno en vez de lo otro. Casi se excluye cualquier sugerencia de este tipo que, por supuesto, iría contra el grueso de la evidencia histórica, por las características adicionales implícitas en la interacción del grupo con el Estado. Primero, que tenga o no éxito el otorgamiento de recompensa en la captación del apoyo del grupo y en el reforzamiento del ocupante del poder del Estado, aumentará generalmente el aparato del Estado, la intensidad y complejidad de sus actividades, puesto que el otorgamiento de una recompensa de grupo requiere cierto aumento correspondiente de sus agencias de supervisión, regulación y ejecución. Segundo cada otorgamiento de una recompensa de grupo demuestra el carácter «fácil de persuadir» del Estado atrapado en la difícil situación competitiva. Consiguientemente, por estos dos motivos, la predisposición del sistema es a provocar la proliferación de grupos de interés.

Las interacciones entre la presión de grupo y las medidas redistributivas no necesitan limitarse a los temas de estrecho interés propio. Los grupos pueden formarse y actuar para promover la causa de una tercera parte, por ejemplo, los esclavos, los enfermos mentales, el «tercer mundo», etc. Una vez adoptada, tal desinteresada medida amplía tanto el ámbito de acción estatal como el aparato para su ejecución y sirve como precedente que inicia a otros persuasivos grupos de presión a organizar y promover la causa siguiente.

Detrás de cada causa se extiende una cola de otras causas de comparable validez. Grabada en el subconsciente de la opinión pública liberal educada, ha habido durante mucho tiempo una percepción de la distinción entre la buena y la mala redistribución, entre el reconocimiento de los méritos y el tratar de congraciarse.

Habría que hacer dos afirmaciones breve pero urgentemente. Una es que realmente no hay nada que nos permita suponer que la imposición fiscal para allegar fondos para un objetivo valioso o para dispensar la justicia distributiva no «distorsione» la asignación de recursos antes de impuestos.

La otra observación es más clara y más importante. Es sencillamente que en realidad no importa que podemos distinguir en la práctica «objetivamente» la buena redistribución de la mala. Si tenemos la una tendremos también la otra.           Para resumir, mientras que en un sistema político que requiere el consentimiento y permite la competición el Estado parece lógicamente obligado a engendrar redistribución, en el sentido cotidiano del término no «determina» su alcance ni su escala.

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