Utilitarismo contemporáneo. Henry Sidgwick. Texto de la Universidad de Barcelona

Utilitarismo contemporáneo

La maximización del Bienestar

            El utilitarismo clásico termina en cierto modo con Henry Sidgwick, uno de los últimos autores que todavía fueron capaces de desarrollar una obra propia a la vez en los campos de ética (The Methof of Ethics, 1874) , la economía ( The Principles of Political Economy, 1883) y la politología (The Elements of Politics, 1891).

            Pero ya Sidgwick establece que no hay una necesaria conexión entre el utilitarismo como teoría descriptiva de los comportamientos humanos y el utilitarismo como teoría normativa de conducta. Para Sidgwick, el utilitarismo es, por un lado, una teoría descriptiva de la psicología humana, según la cual normalmente los individuos persiguen en las acciones voluntarias su propia felicidad o placer. Por otro lado, el utilitarismo es concebido como una teoría ética normativa, cuyo primer principio  -la maximización de la felicidad- es indemostrable, es decir, no puede conocerse por la razón y requiere por tanto, otro tipo de elección. Según este principio ético utilitarista, la conducta correcta no es la que se dirige a la búsqueda de la propia felicidad individual de un modo egoísta sino a la búsqueda de la felicidad general, lo cual se concreta en una especie de benevolencia racional.

Utilidad subjetiva y ética

            Después de Sidgwick, se desarrollaron nuevas aplicaciones del utilitarismo ético, es decir, nuevos estudios sobre los medios para aproximarse al fin de la máxima felicidad. EL cálculo utilitarista había sido aplicado destacadamente hasta entonces, como hemos visto, a reformas jurídicas y políticas, pero desde finales del siglo XIX las más avanzadas elaboraciones se alcanzaron en el campo de la teoría económica, a partir del supuesto de que el bienestar material es uno, entre otros, de los factores de la felicidad. Los principales elementos utilizados en el desarrollo de la teoría económica del bienestar han sido: la teoría del valor subjetivo y la teoría de los fallos o fracasos del mercado. El primer elemento, la teoría del valor, es uno de los fundamentos de toda teoría económica, ya que supone establecer un criterio para el intercambio de bienes y la eficiencia en la asignación de recursos.

            La teoría del valor subjetivo se basa en la utilidad de los bienes para los consumidores; es decir, en la idea de que el valor de un bien no depende del coste de producirlo sino de su capacidad de satisfacer los deseos o preferencias de aquellos a quienes va destinado.

            Algunas dificultades de este enfoque se hallaron en la determinación del valor de los factores de producción, es decir, de los bienes que no están directamente destinados al consumo sino a la producción de otros bienes y el trabajo. Para Menger, a los factores de producción puede atribuirse, sin embargo, una utilidad derivada, en tanto que sean útiles para contribuir a la producción de bienes de consumo con utilidad subjetiva directa. De tales supuestos de deducen las condiciones de una eficiente asignación de los recursos existentes en una sociedad en un momento dado.

            Mientras en el utilitarismo del primer Bentham parecía hallarse una idea de la utilidad individual como algo medible cuantitativamente y de la utilidad social como suma de las individualidades, en los distintos autores de la teoría económica marginalista coexiste la mensurabilidad cuantitativa o cardinal con una comparabilidad solamente ordinal de la utilidad.  De esta comparabilidad sólo ordinal de las utilidades surgió el mecanismo gráfico de las curvas de indiferencia: sin cuantificación de la utilidad, cabe establecer otras curvas o conjuntos de distintas combinaciones de cantidades de dos bienes entre las que el consumidor es indiferente y afirmar que cada uno de estos conjuntos proporciona mayor o menor utilidad que otro según  la elección del consumidor.

            El modelo de equilibrio de la teoría marginalista es asociado a unas condiciones de competencia perfecta que incluyen información completa de los precios por todos los agentes, total movilidad y divisibilidad de los factores de producción para ajustarse a los equilibrios eficientes, posibilidad de entrada libre en la industria.

            Precisamente el supuesto de la competencia perfecta resulta operativo en tanto que modelo teórico de referencia para analizar los casos concretos en que no se dan en la realidad, los equilibrios marginalistas y establecer, consiguientemente, las intervenciones correctoras.

            Los llamados fallos del mercado son aquellos casos en los que hay divergencia entre la utilidad privada obtenida por un empresario o un consumidor en una determinada actividad y la utilidad social provocada por ésta y en los que, por lo tanto, la búsqueda de una mayor utilidad social requerirá el establecimiento de excepciones a la regla del laisser faire. Por último, la elaboración del modelo normativo supone la adopción de un criterio de distribución de una cantidad determinada de utilidad.

La teoría económica del bienestar.

            Éstos y otros elementos fueron desarrollándose y sintetizados por el economista de Cambridge Arthur C.Pigou, pionero en adoptar la expresión welfare o bienestar en teoría económica ( Wealth and Welfare, 1912) y autor sobre todo de (The Economics of welfare,1920)

            Pigou define el bienestar económico como «una parte» del bienestar global o felicidad, el cual se identifica con «un estado de animo» que incluye además conocimientos, emociones y deseos, la maximización de la felicidad se verá favorecida por la maximización del bienestar económico.

            La maximización del bienestar económico se asocia, pues, en primer lugar, a la maximización de la renta global y, por tanto, a un criterio de eficiencia en la asignación de unos recursos dados. En cuanto a la distribución, Pigou se basa en la vieja idea de la utilidad marginal decreciente para establecer que la aproximación al objetivo de maximización del bienestar económico debe incluir redistribuciones de la renta a favor de los pobres.

            Pigou sostiene incluso que en sociedades relativamente desarrolladas, en las que están cubiertas las necesidades básicas, «la perdida de bienestar económico sufrida por el rico cuando los recursos a su disposición son transferidos al pobre es sustancialmente más pequeña con respecto a la ganancia de bienestar económico del pobre de lo que sugiere una consideración de la ley de la utilidad decreciente».

            Pigou parece creer, pues, que la lógica maximizadora comporta un criterio ético igualitario, cuya justificación sería puramente económica. Por ello establece que hay que analizar en cada caso el beneficio o perjuicio causado a la renta global y a la renta de los pobres por una medida fiscal o asistencial para decidir acerca de la misma.

            Así, en aras de no perjudicar al aumento de la renta global, las medidas redistributivas deberían estar sometidas a ciertas restricciones: la progresividad en los impuestos no debería perjudicar al ahorro y con él a la inversión, serían desaconsejables las transferencias a los pobres que pudieran estimular la vagancia y la molicie, y serían preferibles las prestaciones públicas destinadas a educar y alimentar a los niños y curar enfermedades de trabajadores adultos a las pensiones para los viejos y minusválidos.

            Estas consideraciones serían rechazadas por John M. Keynes al subrayar el papel expansivo del consumo frente a la tradicional virtud de la frugalidad.

            Pigou parece darse cuenta de la dificultad de realizar en la práctica cálculos de redistribución según unos criterios objetivos de maximización del bienestar, los cuales requerirían una complicada estimación de las distintas satisfacciones subjetivas de cada individuo en la posición inicial de distribución. Por ello propone un criterio normativo de distribución más simple y genérico: la consecución de un nivel mínimo de renta real asegurado a cada individuo con el que se satisfagan unas determinadas condiciones de vivienda, alimentación, salud, educación, ocio, etc.

            Las satisfacciones proporcionadas por los bienes son homogeneizadas por el común valor monetario de éstos y son medidas a través de las cantidades de dinero que un individuo está dispuesto a pagar por ellos. Estos supuestos de mensurabilidad y comparabilidad han sido drásticamente criticados, desarrollando anteriores planteamientos de Vifredo Pareto y alejándose de algunos supuestos básicos del utilitarismo, por la llamada nueva teoría económica del bienestar. En general, a la vieja teoría económica del bienestar representada especialmente por Pigou, se le ha achacado la introducción subrepticia de juicios de valor bajo las pretensiones de un razonamiento  puramente científico sobre las reglas de eficiencia.

            Por una parte, ciertas consideraciones sobre los despilfarros de recursos como factores perjudiciales al crecimiento futuro de la renta global suponen una concepción del bienestar en la que están incluidas las satisfacciones de los individuos de la posteridad empíricamente incognoscibles. La crítica, más de fondo, realizada por la nueva economía del bienestar y por economistas como L.Robbins y G. Myrdal, parte de la consideración de que en ningún ámbito temporal ni territorial son las satisfacciones humanas objetivamente mensurables ni comparables, a causa de los distintos gustos y las distintas capacidades de satisfacción de los individuos.

            Este tipo de críticas obligaron a una redefinición del concepto básico de bienestar global o felicidad, de modo que se explicitasen los juicios de valor utilizados, retomando en cierta forma el enfoque normativo anterior a Pigou, y se asumieran las preferencias individuales como únicos componentes de las preferencias de la sociedad, pero sin comparar las satisfacciones de los distintos individuos.

            Con estas satisfacciones, la formulación neoutilitarista tomó un aspecto relativamente abstracto y, por ende, escasamente operativo en cuanto a implicaciones prácticas. Los factores del bienestar global de la sociedad son, en esta nueva formulación, los bienes que se consumen, los factores de producción, incluido el trabajo, y otros elementos no económicos que se excluyen del bienestar económico.

            Cabe así definir el bienestar global de la sociedad simplemente como una función creciente de las funciones de utilidad individuales, y definir una función de utilidad para cada individuo sin necesidad de atribuir a esta utilidad una dimensión cuantitativa ni de suponer que los individuos tengan los mismos gustos y temperamentos y sus utilidades marginales vayan a ser iguales en una situación igualitaria.

            Superada, pues, cierta confusión pigoviana entre teoría analítica y teoría normativa, esta función de bienestar social aparece como un nuevo modelo normativo ideal, al estilo de las condiciones de la competencia perfecta de los marginalistas, con el que juzgar cualquier política o acción concreta y determinar los incentivos y correctivos correspondientes.

            Mientras la vieja teoría económica del bienestar concebía la utilidad como la satisfacción mensurable de los individuos, al modo como el primer Bentham creía poder medir la felicidad, en neoutilitarismo sólo se permite definir la utilidad de los individuos a partir de las conductas observadas, de las que se inducen sus supuestas preferencias, de acuerdo también en cierta forma con la tardía evolución de Bentham.

            Pero la perdida de un determinado contenido sustantivo de la utilidad o bienestar económico conlleva el peligro de un cierto planteamiento tautológico: el comportamiento del individuo se explica en función de sus preferencias, pero éstas sólo se conocen cuando se manifiestan a revelan a través del comportamiento. Esta condición algo evanescente del nuevo concepto de utilidad obliga a partir únicamente de las que aparecen como «preferencias reveladas» de los individuos y a descartar toda atribución a los mismos de interés supuestamente verdaderos al margen de la expresión de su propia voluntad.

            La visión de conjunto de la evolución teórica de la economía del bienestar que hemos presentado no puede dejar de sugerir un llamativo paralelismo con una cierta evolución del utilitalismo clásico antes estudiado.

La imposible agregación de preferencias.

            La idea de una función de bienestar social se basa en el supuesto -ampliamente cuestionado desde los años cincuenta- de que se puede lograr una racionalidad colectiva correspondiente a la racionalidad individual manifestada en las ordenaciones de preferencias de los individuos. Esta racionalidad de la elección individual implica que la ordenación de las preferencias de un individuo con respecto a las distintas opciones a elegir reúne algunas condiciones formales.

            Pero la ordenación agregada de las preferencias individuales, es decir, la función de bienestar social, no necesariamente reunirá las mismas condiciones de racionalidad que las elecciones, según  ha podido demostrar Kenneth Arrow en su «teorema de la imposibilidad».

            Recogiendo análisis anteriores, que cabe remontar a matemáticos como Condorcet, filósofo del progreso en la Revolución Francesa y Lewis Carroll, autor de Alicia en el país de las maravillas, Duncan Black ya había explicado la paradoja de las votaciones. Según ésta, la condición transitiva puede no cumplirse en una elección colectiva. Por otra parte, tampoco la condición de que la elección entre dos opciones sea independiente de otras alternativas irrelevantes puede mantenerse siempre en una ordenación completa de preferencias.

            Basándose en estas y otras paradojas, Arrow sostiene que ningún procedimiento de agregación será siempre satisfactorio en cuanto a la antedicha racionalidad de los resultados, aunque no niega  que algunos pueden serlo algunas veces.

            Esta taxativa conclusión, que ha dado pie a una copiosa literatura sobre el teorema de la imposibilidad de Arrow, cierra en cierto modo un ciclo histórico en el pensamiento sobre el bienestar social y abre distintas vías de reflexión posterior que veremos en los capítulos siguientes.

            Por un lado, el teorema de Arrow plantea inquietantes interrogantes sobre el proceso de agregación, que es un proceso fundamentalmente político. Por otro lado, la búsqueda de unos criterios normativos de decisión colectiva debe renunciar forzosamente a algunas de las condiciones de racionalidad requeridas por la teoría de la función de bienestar social. Es previsible además que una mayor conciencia de que la agregación colectiva de las decisiones no corresponderá a la racionalidad de las ordenaciones individuales incluso pueda inducir a los individuos adoptar en mayor medida comportamientos estratégicos, es decir, a la revelación falseada de sus preferencias con el fin de obtener los resultados colectivos deseados a través del proceso deformante de agregación. La teoría matemática de los juegos puede facilitar el cálculo de este comportamiento basado en la interacción entre las elecciones propias y las elecciones esperabais de los demás.

            En resumen, podemos decir que el concepto de utilidad, que había dado lugar a una concepción del bienestar como un estado de ánimo introspectivo difícil de definir por la complejidad de sus ingredientes, al asociarse a la satisfacción de deseos y preferencias ha llegado a identificarse con el acto mismo de elegir.

Política utilitaria.

            Un nuevo enfoque en el análisis de la político ha surgido de las reflexiones suscitadas por el teorema de Arrow y algunas críticas a la teoría económica del bienestar. Con él desaparece la ilusión de un estado benefactor que había reproducido en cierto modo la confianza en un déspota benevolente del primer Bentham y el proyecto de John Stuart Mill de una aristocracia intelectual que gobernara en aras de la educación moral de los súbditos.            Los poderes públicos no son concebidos ya como agentes asépticos de una política óptima externamente definida, sino como campos en los que se desarrollan y entrecruzan las jerarquías  de preferencias de los individuos que intervienen en el proceso político y en los que se alteran, por tanto, los equilibrios de eficiencia en la asignación de recursos y de distribución del bienestar que pudieran establecerse con criterios puramente económicos.

            El análisis implica una extensión de los supuestos metodológicos del utilitarismo a la conducta de los individuos que actúan en política. Se parte, pues, de la presunción de que todos los individuos tienen en todos los campos de actividad motivaciones sustanciales iguales, al modo , digamos de Mr. Hyde y el Dr. Jekyll.

            La motivación racionalmente egoísta  se concreta en la persecución de unos fines específicos por parte de los distintos agentes. Como en toda teoría analítica, estos supuestos u otros parecidos no pretenden dar una descripción fidedigna de todos los comportamientos de todos los individuos reales, ni mucho menos tener un valor normativo como modelo de actuación ideal, sino alcanzar una capacidad explicativa y predictiva. Así pues, la fecundidad de la teoría no está en relación con la proximidad aparente de aquellos supuestos a la realidad, aunque no parece frecuente, por ejemplo, el hallazgo de grupos de intereses que renuncien voluntariamente a sus privilegios específicos.

            Por ello, las implicaciones del enfoque utilitarista no tienen que ser necesariamente incompatibles con la eventual observación de comportamientos subconscientes o aparentemente irracionales.

El mercado electoral

            El análisis de la política inspirado en la ciencia económica, fue pioneramente desarrollada en la obra de Anthony Downs An Economic Theory of Democracy (1957), a la que han seguido numerosos trabajos y discusiones posteriores que en algunos aspectos cabe incorporar a su esquema. En el libro de Downs se presentan las relaciones entre partidos y electores en una democracia competitiva como las propias de un mercado, en el que los partidos actúan como empresarios que ofrecen políticas y programas como si fueran mercancías mientras los electores actúan como consumidores que con sus votos eligen entre la oferta disponible. En él se supone, en primer lugar, que las preferencias de cada uno de los electores pueden ordenarse consistentemente en un eje ideológico de derecha a izquierda, con un punto máximo.

            De acuerdo con el supuesto de comportamiento racional, el elector decidirá su voto tras comparar la utilidad que le proporcionan las políticas del partido en el gobierno con la que le proporcionarían las políticas del partido o los partidos en la oposición y establecer sus preferencias. Se plantean problemas relevantes cuando en el mercado político no hay competencia perfecta, en el sentido de que el elector no dispone de la información necesaria sobre las políticas y los programas de los partidos para establecer las comparaciones y la elección racional.

            Así mismo, la acción de votar no puede reportar un coste variable al elector, medible por ejemplo en la pérdida de tiempo de trabajo y renta o en pérdida de tiempo de ocio, que puede significar desutilidad. Cabe también la influencia de otras motivaciones de la acción, aunque no fácilmente encajables en el supuesto racional utilizado.

            En cuanto a los candidatos de los partidos, el supuesto de la búsqueda del propio interés se identifica con la persecución del poder, de lo que Downs deriva que el objetivo de los partidos es maximizar los votos obtenidos. En un sistema bipartidista, Downs prevé una convergencia hacia el centro político de los dos partidos, dado que la búsqueda de un máximo número de votantes  llevará a ambos a intentar ganar las mismas franjas intermedias y acercarse al votante mediano, aunque sin llegar a identificarse del todo entre sí por temor a perder los votos de los electores situados más cerca de los extremos del eje.

            En un sistema multipartidista, en cambio, Downs prevé una mayor definición ideológica de los partidos y mayores diferencias entre ellos en la formulación de políticas y programas, dado que ninguno podrá aspirar a obtener segmentos consistentes de la distribución de las preferencias del electorado.

            Para W.Riker, esta incoherencia será estimulada además por el hecho de que los beneficios personales obtenidos por los miembros de un partido pueden ser mayores si éste forma parte de una coalición mayoritaria mínima que si maximiza los votos, ya que entonces cierto tipo de beneficios derivados de los cargos públicos se reparten entre un menor número de personas (The Theory of political coalitions,1962).

            Para D. Wittman , por otra parte, la incertidumbre sobre los resultados y la aversión al riesgo por parte de los políticos puede favorecer la convergencia hacía el centro aun en un sistema multipartidista.

            En estas y otras discusiones matizan negativamente la previsión de Downs de que los partidos, por su propio interés, serán genéricamente sensibles a las preferencias del electorado y tenderán a una cierta estabilidad ideológica, a la coherencia entre sus signos de identidad y sus políticas y al cumplimiento de los programas cuando lleguen al gobierno, y subrayan, por el contrario, sus elementos de ambigüedad.

            Downs había sugerido que mediante la reunión de políticas en los programas de los partidos, se obtiene un medio de agregar las demandas de los electores que supera la paradoja de Arrow. Pero tampoco su valoración justifica de la democracia, basada en la proximidad entre las posiciones de los partidos  y las de los electores, implicaba un rigor una previsión de racionalidad social de las políticas que se llevan a cabo en un sistema democrático, al menos si recapitulamos como sigue algunas implicaciones del propio análisis de Downs.

            El comportamiento racional de los partidos estimula, pues, comportamientos irracionales de los electores, así como la formación de coaliciones mayoritarias de intereses perversos, es decir, mayorías con programas formados por adición de políticas que favorecen las preferencias intensas de determinadas minorías organizadas y posponen otras, contradiciendo de este modo el supuesto de igual dignidad de todos los intereses incluido en la idea del sufragio universal.

Gobierno y burocracia

            También los intereses propios del partido en el gobierno y de los grupos de presión, así como los de la burocracia, se reflejan en la dimensión y la estructura de los gastos y los ingresos públicos y en el coste de los servicios. El análisis del presupuesto estatal puede abordarse a partir del supuesto de conducta de Downs de que el partido en el poder «efectúa aquellos actos de gasto que le proporcionan mayor número de votos mediante aquellos actos de financiación que le hacen perder el mayor número de votos». Pero mientras, para Downs, una información imperfecta hace que los electores subvaloren los beneficios relativos al gasto público y éste se sitúe por debajo del óptimo, otros estudiosos, como Jemes Buchanan y Richard Wagner, sostienen que la proliferación de las demandas de los diversos grupos de presión puede explicar la expansión del sector público y especialmente su déficit. En todo caso, existe cierta coincidencia en advertir un favoritismo fiscal de los poderes públicos según las distintas rentabilidades en votos de los impuestos sobre las diversas actividades y sectores profesionales.

            Este aspecto del análisis, señalado ya por el mismo Downs, no parece, sin embargo, muy congruente con su propia previsión de una tendencia de los gobiernos democráticos a realizar una política redistributiva a favor de amplios sectores desfavorecidos de la sociedad, derivada de la mayor rentabilidad electoral que el partido en el gobierno podría obtener de medidas beneficiosas para un sector mayoritario de la población.

            Por otra parte, el propio Anthony Downs ha abordado el estudio de algunos efectos en la persecución del propio interés por los burócratas mediante algunos supuestos sobre sus motivaciones que pueden explicar sus comportamientos reales al margen del modelo normativo ideal.

            Pero fue William Niskanen quien inició un análisis más amplio del papel de la burocracia en el conjunto del proceso político en su obra Bureaucracy and Representative Government (1971).

            Este enfoque de inspiración económica presenta cierta analogía con la teoría de las grandes empresas. Los contribuyentes y electores son concebidos como accionistas o propietarios de la empresa burocrática con limitada incidencia en la marcha general de la misma, los políticos como consejeros delegados que fijan los grandes objetivos y supervisan los resultados alcanzados, y los burócratas como directivos que poseen la mejor información y toman la mayor parte de las decisiones.

            Sobre la base de este esquema triangular, en las relaciones entre políticos y burócratas el político actúa como patrocinador y demandante de servicios, en nombre de los votantes, y el burócrata como productor y oferente de los mismos. Pero la decisión presupuestaria se realiza con una información imperfecta sobre la estructura de costes y beneficios de la oficina, ya que la única fuente de información sobre la actividad de la oficina es ella misma, lo cual da al burócrata un gran poder de negociación.

            En esta posición de monopolio es más relevante el comportamiento del burócrata en su propio interés, que le mueve a la búsqueda de mayores salarios, prestigio, despachos, personal subalterno, etc., objetivos todos ellos sintetizables en la maximización del presupuesto a su disposición.

            La expansión de la burocracia pública es así explicada por motivaciones específicas de sus agentes, con la consecuencia de que una mayor producción de bienes y servicios tiende a aproximar el coste total de cada prestación al precio que el consumidor estaría dispuesto a pagar por la misma en un mercado de competencia perfecta, con la consiguiente erosión de los beneficios públicos que se supone que habrían de justificar la intervención estatal en una serie de actividades. El análisis añade, pues, un nuevo factor de distorsión a las relaciones entre las preferencias de los ciudadanos y las políticas realmente desarrolladas por la administración pública, ya que la ineficiencia en la relación coste-beneficio del bien o servicio público supone que no sólo intermediarios como los políticos y los grupos de presión sino también los burócratas se benefician directa o indirectamente de parte de los beneficios que supuestamente deberían recibir los ciudadanos.         Los remedios sugeridos recuerdan algunas ideas de Bentham sobre el control y los criterios de eficacia de los funcionarios públicos.

La lógica de la acción colectiva

            Una generalización y abstracción de la lógica individualista y racional de los comportamientos políticos, con los ya conocidos resultados socialmente paradójicos, puede encontrarse en la obra de Mancur Olson The logic of Collective Action (1965).

            Olson adopta que los supuestos que hasta aquí hemos visto aplicados a las motivaciones de las conductas de los votantes, de los partidos y de la intervención de los poderes públicos en determinados sectores de actividad basados en la persecución del propio interés y la maximización de la utilidad personal. La tesis que sostiene es que la democracia conduce al predominio de los grupos de intereses pequeños y homogéneos sobre grandes y heterogéneos, dados los superiores incentivos de sus miembros para la acción colectiva y su mayor  capacidad de presionar. Olson toma la distinción de la ciencia política entre grupos latentes y grupos de presión e introduce en el análisis la motivación individual de los miembros de esos grupos, escasamente tenida en cuenta hasta entonces.

            Por otra parte, el análisis se inserta en la teoría de los bienes públicos, que se refiere a los servicios prestados por el Estado. De tales premisas infiere Olson que en los comportamientos egoístas racionales de los individuos proliferará el polizón o viajero gratuito, es decir, el beneficiario de los bienes públicos que no contribuye voluntariamente a su abstención. Esta tendencia será mayor, según Olson, cuando mayor sea el coste de la acción y cuanto mayor sea el grupo de interés.

            Por una parte, con respecto al coste de la acción, será más probable la participación individual en acciones como votar, firmar una petición y oras que requieren poco esfuerzo; en general, puede esperarse que la acción se realizará siempre que el coste de la misma sea muy bajo, ya que en muchos casos aún sería superior el coste de la información y el cálculo para averiguar la relación coste-benefico de la misma.

            Por otra parte, «el incentivo de la acción de grupo disminuye a medida que aumenta el tamaño del mismo, de modo que los grandes grupos están menos capacitados que los pequeños para actuar a favor de un interés común», en palabras del mismo autor. Cabe así prever que algunos grupos alcancen niveles relativamente altos de organización de grandes empresarios de un determinado sector industrial con el fin de presionar al gobierno y algunos sindicatos en ciertas grandes empresas, dados los altos beneficios esperables pera cada uno de sus miembros del éxito de la acción colectiva. En cambio, podrá observarse un bajo nivel de organización de grupos muy extensos, como los consumidores, los contribuyentes, los padres, los parados, los cuales estarán sumidos en una racional apatía siempre que no tengan más incentivos para organizarse que los derivados de la rentabilidad de su hipotética acción para la consecución de bienes públicos.

            La evidencia muestra, sin embargo, que existen algunas organizaciones de grupos relativamente amplios de intereses, cuyo mantenimiento explica Olson por incentivos selectivos distintos de los fines para los que han sido creadas. En algunos casos, estos incentivos pueden ser también negativos y expresarse, por ejemplo, en forma de sanciones legales. La fuerza del grupo se apoya así en su capacidad de obtener beneficios personales para sus miembros.      

            Richard Wagner ha propuesto una explicación algo distinta, aunque en el fondo no contradictoria con la anterior, de la existencia de acción colectiva en casos de baja rentabilidad coste-beneficio de la participación individual.

            Finalmente, cabe también una explicación de la participación individual en cierto tipo de acciones colectivas, basada en una capacidad racional de evaluar la superior influencia en la obtención de determinados bienes públicos de un grupo numeroso que utilice ciertas formas de acción.

            Todos estos análisis suponen que el éxito es un resultado de la organización y la acción colectiva, pero no es menos cierto que en democracia algunos grupos latentes o con bajo nivel de acción y organización, como agricultores y jubilados, por ejemplo, también reciben beneficios públicos, según ha observado R. Wagner.

            Una y otra vez parece reproducirse una misma lógica en la que la acción racional de los individuos da lugar a resultados socialmente desequilibrados. De acuerdo con esta perspectiva, en el libro The Rise and Decline of Nations (1982) Mancur Olson aporta cierta evidencia empírica sobre la tendencia de las sociedades políticamente estables a acumular organizaciones para la acción colectiva, de modo que tienden a incrementarse en ellas las presiones distributivas que disminuyen el dinamismo global de la sociedad, la movilidad social y la igualdad de oportunidades entre los individuos, según una visión próxima a los análisis del enfoque neocorporativo.

            Todos estos análisis conllevan, como ya hemos dicho, una notable carga desmitificadora de las virtudes de la intervención estatal para la asignación óptima y la distribución equitativa. La tradición teórica que hasta aquí hemos seguido -y cuyos orígenes hemos remontado a Hume, Smith y la economía política del siglo XVIII- cuenta entre sus aportaciones más significativas con la idea de que las decisiones individuales, independientemente de sus motivaciones e intenciones, tienen efectos externos no queridos que interfieren en la persecución de sus intereses por los individuos.

            Con todo ello, cualquier teoría normativa que adopte una posición global y genéricamente favorable al mercado o al Estado parece haber perdido bases de apoyo. La intervención estatal no parece ser siempre un bien, según hemos observado, dada la prevalencia de los intereses de partidos, burocracia y grupos intermedios y los eventuales desequilibrios y desigualdades sociales que pueden generar. No parece pues, que quepa hoy una elección racional entre opciones como la mano invisible y el déspota benevolente.

            Siguiendo los pasos de la teoría económica, la teoría política se aleja así de la vieja tradición especulativa que había forjado una teoría del Estado como un ente abstracto con una única voluntad, bien basada en su armonía orgánica bien en su cohesión en torno a una normativa jurídica, y se orienta más bien hacia «el análisis de las circunstancias en las que la actividad estatal de un tipo particular puede beneficiar a los gobernados en el sentido de ayudarles a conseguir sus propios fines», como ha escrito W.J.Baumol.

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