LEFORT. LA PERVIVENCIA DE LOS TEOLÓGICO EN LO POLÍTICO. Apuntes de la Universidad de Barcelona, UB. 1996

Lefort

El tema que nos ocupa, la pervivencia de lo teológico en lo político, no está del todo desvinculado de determinados hechos que han tenido lugar en estos últimos decenios. El primero de ellos es la revolución iraní, que, bajo el Gobierno de Jomeiny, ha pretendido llevar a cabo la misión del islam en todo el mundo musulmán. El segundo es, por un lado la guerra del Golfo, que ha puesto de manifiesto los estrechos vínculos  que hay entre el poder político y el religioso también en los países islámicos no chiitas; y, por otro, el resurgir en los países del norte de Africa, en especial en Argelia, de movimientos políticos que reivindican la imposición de la ley religiosa en el mundo político. El tercero es la resistencia que la fe religiosa  ha opuesto al totalitarismo en los países del Este o la función, en gran parte política de la Iglesia. El cuarto lo ofrece el caso de Israel, que, con ser una sociedad democrática que admite las situaciones conflictivas, se halla profundamente unida, a causa de la oposición de determinados grupos al judaísmo.

Además de estos cuatro hechos hay otros fenómenos que se han de tener en cuenta, ocurridos en el mundo occidental, como ciertas corrientes de pensamiento que ha aparecido en las sociedades de Occidente  como consecuencia del hundimiento de las ideologías o las teorías  de la historia. En particular, cabe destacar la critica contra el Estado, crítica que, yendo más allá de estas ideologías o teorías, critica al Estado de manera equivoca y desde un punto  de vista ideológicamente opuesto.

Con todo, es cierto que, por otro lado, ante estos múltiples signos muchos siguen manifestando una incomprensión obstinada de los fenómenos religiosos y los desprecian altivamente, creyendo que sólo la verdad positiva puede otorgar grandeza al pensamiento. Consideran la religión como un producto del hombre y de su sinrazón y que por ello, es preciso mantener la distinción entre lo racional y lo irracional.

Teniendo presente  todo lo que acabo de decir querría hablar sobre cuáles fueron los lazos entre lo teológico y lo político en los inicios de la época moderna en Europa, analizando hasta que punto  se disociaron y si hubo ruptura o no.

El punto de partida de mi análisis es el siguiente: la configuración del mundo político moderno, contemporáneo, es de una pluralidad de estados soberanos que se presentan como estados nación.

¿De qué manera el Estado nación, el Estado soberano delimitado por unas fronteras determinadas, establecido en un territorio, se ha formado?

La Europa medieval es una sociedad cristiana donde la autoridad suprema corresponde a la Iglesia. La Iglesia tiene un lugar en el mundo , está enraizada en la tierra, y pretende ser la heredera del Imperio Romano. Es característico, por lo tanto, de esta religión no  sólo  admitir y requerir la existencia de un gobierno temporal capaz de establecer un orden  entre los hombres, sino que, al mismo tiempo, pretende tenerlo bajo su sujeción, someterlo a la ley de Dios, de quien tan sólo el Papa es vicario y representante en la tierra.

En un momento dado el Papado, empeñado en discutir la primacía de un monarca universal, del emperador, que asume el papel de Augusto, busca ser él quien confiera la legitimidad a los príncipes, manteniéndolos bajo su autoridad. Consciente del peligro que corre de perder su gran poder, la Iglesia intenta distinguirse como cuerpo, un cuerpo protegido de su propio entorno del que sólo forman parte sus propios miembros, separados y distinguidos de los laicos, que representa el cuerpo de Cristo frente a las nuevas autoridades políticas. Pero paradójicamente la Iglesia romana intenta constituirse como una monarquía y el Papa se ampara con algunos de los emblemas de la realeza.

El trabajo de inscripción del poder y de la ley, de la que este poder es garante, en un territorio, el trabajo de delimitación de la sociedad política, es definido, por primera vez, en términos de frontera.  Pero al mismo tiempo, este trabajo de inscripción está acompañado de un proceso de sacralización de este territorio, un proceso de espiritualización de este espacio definido y delimitado que es el reino.

Este mismo camino es el que, por ejemplo, va a seguir Francia entre los siglos XIII y XIV, período en que se ponen de manifiesto configuraciones que se combinan y dan testimonio de la nueva eficacia de lo teológico-político: la del príncipe como rey cristiano, vicario de Cristo, o de Dios mismo del pueblo elegido y la de la tierra santa. Este desdoblamiento se aplica también al pueblo y al reino, pues, en esencia, lo que vale la pena remarcar es que en el momento en que el pueblo toma forma como tal y se unifica bajo una autoridad a través de la obediencia común a unas leyes jerárquicas, este pueblo se siente un pueblo empírico y escogido por Dios para cumplir, recibir, y dar testimonio de la ley y, sobre todo, para llevar a cabo una misión sobre la Tierra.

Hay que tener en cuenta, pues, el desdoblamiento del espacio, ya que, por un lado, se trata de un espacio geográfico claramente delimitado formado a través del Estado-espacio geográfico-político, y por otro lado, se trata de un espacio espiritualizado, una tierra santa.

Sin embargo en determinado momento -y sobre todo en Inglaterra- esta formación teológico-política se descompone. Para explicar el problema que surge cuando se produce esta desintegración veamos tres referencias a manera de ilustración. La primera de estas referencias es la de Inglaterra después de la Reforma. A partir de este momento ya no hay posibilidades de una configuración teológico-política. Sin embargo, a partir de los inicios del siglo XVIII se desarrolla  una nueva conciencia cívica que aviva una oposición hacía el poder del rey, un nuevo estado de ánimo, resultado, por una parte, de las transformaciones económicas y técnicas y de la expansión del humanismo que impregna las nuevas generaciones de los hijos de la nobleza que van a las universidades y, por otra parte, del puritanismo, como reacción principalmente contra la tendencia que empieza a dominar a favor de la meritocracia. De nuevo se impone, por tanto, la representación de una misión, la de la conversión en una nación misionera. La segunda referencia es la revolución americana. En esta revolución se mezclan elementos provenientes de autores de la antigüedad clásica, de filósofos de la época de las luces y del puritanismo. La construcción en América de una Esparta cristiana es uno de los signos más destacables de humanismo y teología.

La tercera referencia es la del debate suscitado por la revolución francesa durante la primera parte del siglo XIX. Autores como Chateaubriand, Balanche, Tocqueville y también Le Roux, Bouchesse, o Esquirou, se preguntan si esta revolución es cristiana o si va contra el cristianismo. La respuesta es que ha sido una revolución cristiana, aunque accidentalmente haya ido en contra de la Iglesia. Tocqueville con su sutileza habitual, condena la vinculación política y la autoridad de la Iglesia durante el antiguo régimen, y se pronuncia a favor de su definitiva separación, pero, al mismo tiempo, atribuye al cristianismo los nuevos principios de igualdad, libertad e independencia individual de las personas. Michelet ha sabido captar plenamente la idea del misterio  de la encarnación monárquica y transfiere al linaje del republicanismo alguno de los grandes temas característicos de lo teológico-político.

Encuentra que Francia y su territorio geográfico, poseen los signos de una tierra especial, sagrada, porque en ella se combinan los elementos característicos de ésta. El pueblo francés es un pueblo elegido que tiene la misión de llevar la revolución al resto del mundo.

En lo que a la democracia se refiere, nos encontramos  ante una forma de sociedad sin precedentes, que se configura en el momento en que desaparece la imagen de una comunidad sustancial, de una sociedad que forma un cuerpo con ella misma y que se organiza alrededor de un poder que le da forma, como, por ejemplo el poder monárquico, que da su forma al cuerpo y lo encarna a partir de un principio que trasciende el mundo humano.

Con la desaparición del rey y con el reconocimiento de las libertades públicas e individuales, de los derechos del hombre, se hundió todo un sistema y se establecieron las premisas no sólo de la legitimidad de las creencias, de las opiniones, de los intereses de la división social, sino que también se reconoció  de una forma tácita la irreductibilidad, a partir de ese momento, de la esfera del derecho y del conocimiento a la esfera del poder. El hecho es que muchos se decantaron hacia la imagen de un pueblo uno, que no debía enajenar su libertad en una asamblea representativa, sino que tenía que ser siempre, en cierta manera, un pueblo en acto, que dictara su propia voluntad a sus delegados y mandatarios.

Antes de precisar más este último punto, he de hacer notar que la democracia moderna no se reduce al establecimiento de la república, de una república adaptada por primera vez a un Estado de grandes dimensiones, lo que parecía imposible, sino que adquiere su propia significación, una vez terminado el luto por la desaparición de la comunidad concebida como sustancial, una comunidad basada en un principio jerárquico durante la monarquía y en un principio igualitario a inicios de la revolución. Para expresarlo en unos términos más positivos: la democracia moderna se afirma en el momento en que se admite tácitamente el hecho de que la existencia común, la pertenencia a un mismo pueblo y una misma historia, va unido a la imposibilidad de franquear la separación entre los diversos dominios de la actividad, de manera de vivir, de conocimiento y de expresión, debido a su imposibilidad de ser reducidos a unas normas comunes, ya que cada uno de estos dominios está vinculado a una historia, de tal manera que estas normas son siempre puestas en cuestión por medio de la invención y de la acción y la interacción de los hombres. En la democracia, en la sociedad democrática, no hay una separación real entre el ámbito de la economía y el ámbito de la técnica, entre el ámbito de la ciencia y el de la política y el derecho, de la religión y de la educación, ni tampoco hay una separación real entre las distintas formas de expresión, como la filosofía la literatura o el arte; no obstante, no existe un denominador común entre los diversos modos de la experiencia. La realidad, lo que es o acontece aquí y ahora no se manifiesta, sino de una forma parcial y una vez que ha sucedido. De esta extraña aventura se deduce lo que denomino la disolución de los principios básicos de referencia de la certeza. Esto puede conducir hasta el nihilismo o bien hacia el positivismo o bien hacia una especie de relativismo sereno.

Esta disolución de los puntos de referencia de la certeza no significa en absoluto que la capacidad de poder discernir entre la verdad y la falsedad, entre lo justo y lo injusto, entre el bien y el mal, haya desaparecido, sino que, por el contrario, que ahora sólo nos da respuesta a los problemas si antes se plantea la pregunta, que el misterio de la sociedad y el misterio de la propia existencia nunca habían sido tan intensamente expuestos y tan al alcance de la mano como en nuestro tiempo. El sentido del misterio es algo distinto del sentimiento religioso, pero quizá se encuentra en su raíz. Sería erróneo, con todo pensar en la posibilidad de querer vincular de nuevo los signos de lo teológico con lo político. Sería mejor que allá donde oponemos lo religioso a una inmanencia de lo social a través del sentido religioso o de la pervivencia de lo teológico viésemos la pervivencia de un misterio. 

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