FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA. Apuntes de la universidad de Barcelona, 1996). Prof. Eudald Forment

Fundamentación de la Metafísica

Apuntes del profesor Eudald Forment

  1. PRINCIPIOS FUNDAMENTALES

Indica Heidegger que, en la modernidad: » La pregunta: ¿Qué es el ente? se cambia en la pregunta por el fundamentum inconcussum veritatis. Este cambio es el comienzo de un pensar nuevo, mediante el cual la época se convierte en una época nueva y el tiempo que se sucede se convierte en la edad moderna». La respuesta se sitúa en el ámbito de la idea de sujeto. Con Descartes, la modernidad, para fundamentar la metafísica, tomó el camino, en el que se considera que el lugar privilegiado de todo conocimiento es el yo pensante, por su inmediatez y obviedad. En cambio, por no tener estas características, no tiene la misma prerrogativa la existencia de las cosas exteriores, que, por tanto, necesitará ser inferida.

Para toda esta problemática, que parece imprescindible para que la metafísica quede fundamentada, es de gran utilidad tener presente lo que expuso el filósofo catalán Jaime Balmes, al examinar la problemática de un principio fundamental del conocimiento y de la filosofía, en su investigación sobre la certeza. Comienza por la certeza, porque: «El estudio de la Filosofía debe comenzar por el examen de las cuestiones sobre la certeza: antes de levantar el edificio es necesario pensar en los cimientos».

Advierte Balmes que: » hay varios principios que, con relación al entendimiento humano, pueden llamarse, igualmente fundamentales, ya que sirven de cimiento en el orden común y en el científico, ya porque no se apoya en otros; no siendo dable señalar uno que disfrute de esta calidad como privilegio exclusivo». Antes de enunciar y examinar estos principios, indica que los principios fundamentales no hay que entenderlos como una fuente de conocimiento de todas las verdades, porque: «el primer principio de los conocimientos puede entenderse de dos maneras: o en cuanto significa una verdad única de la cual nazcan todas las demás; o en cuanto expresa una verdad cuya suposición sea necesaria, si no se quiere que desaparezcan todas las otras; en el primer sentido se busca un manantial del cual nazcan todas las aguas.

No es posible hallarla en el orden sensible, porque de las sensaciones, por ser meros hechos contingentes, no pueden surgir verdades necesarias. Tampoco se encuentra en el orden intelectual una verdad que las encierre todas. Porque: «Ninguna verdad real finita puede ser origen de todas las demás».

Los principios fundamentales se tienen que tomar en el segundo sentido, como punto de apoyo o «cimientos, y cada uno de ellos ha sido defendido por diferentes escuelas: el principio de Descartes («Yo pienso, luego soy»), el principio de no-contradicción («Es imposible que una cosa sea y no sea a un mismo tiempo»), y el llamado principio de los cartesianos («Lo que está contenido en la idea clara y distinta de una cosa se puede afirmar de ella con toda certeza»).

Hay, por consiguiente, tres principios fundamentales: el principio de la conciencia, el principio de no-contradicción y el principio de la evidencia. Los tres son verdaderos en un orden distinto, porque pertenecen respectivamente a estos tipos de verdad: a las verdades de sentido íntimo, o de hechos de conciencia; a las verdades necesarias, o de evidencia; y a las verdades de sentido común o de reflexión.

  1. CRITERIOS DE CERTEZA

La conciencia, criterio de certeza, o medio por el que es captada la verdad, y que Balmes estudia en primer lugar comprende: «todo lo que experimentamos en nuestra alma, todo lo que afecta a lo que se llama el yo humano: ideas, pensamientos de todas clases, actos de voluntad, sentimientos, sensaciones; en una palabra, todo aquello de que podemos decir: «Lo experimentamos». Y tiene las siguientes características: La conciencia es subjetiva, porque: «la conciencia abraza a todos los hechos presentes a nuestra alma con presencia inmediata como puramente subjetiva».

La función de la conciencia es simplemente señalar o presentar hechos: «Es claro que las verdades de conciencia son más bien hechos que se pueden señalar, que no combinaciones enunciables en una proposición.»

El criterio de la conciencia proporciona una certeza totalmente segura, ya que «para experimentar y estar seguros de que experimentamos y de lo que experimentamos, no hemos menester sino la experiencia misma. Por ello el criterio de conciencia es independiente de los otros criterios de certeza. En la conciencia está el punto de partida de todos nuestros conocimientos. El testimonio de la conciencia, considerado aislado del de la evidencia y del instinto intelectual, no tiene valor para conocer lo externo al sujeto. Sin embargo, es el fundamento de los otros dos criterios.

En segundo lugar, Balmes analiza la evidencia, otro criterio o medio por el que se capta la verdad, la caracteriza con las notas distintivas de la necesidad y universalidad de sus objetos: no la hay cuando no existen las dos condiciones señaladas.

Con ello Balmes diferencia las verdades obtenidas por la conciencia, que son contingentes e individuales, de las obtenidas en la evidencia, por los caracteres de necesidad y universalidad de estas últimas. Precisando, además, que: «hay dos especies de evidencia: inmediata y mediata. Se llama evidencia inmediata la que sólo ha menester la inteligencia de los términos; y mediata, la que necesita raciocinio».

Otro carácter diferencial de la evidencia, que incluso puede llamarse constitutivo, bien que hay alguna dificultad sobre si comprende o no la evidencia mediata, y es que la idea de predicado se halle contenida en la del sujeto. El criterio de evidencia, «que se extiende a todas las verdades objetivas en que se ejercita nuestra razón», se fundamenta en el de conciencia en cuanto ésta implica la apariencia, aunque no se identifica con ella.

Pero añade Balmes que, por otro lado, el criterio de evidencia lleva en sí también la creencia en el valor objetivo, existente o posible, de las mismas ideas. Al criterio de evidencia le acompaña un valor objetivo, porque, indica Balmes: «hasta ahora no encontramos dificultad, porque se trata de la evidencia considerada subjetivamente, es decir, en cuanto se refiere a los conceptos puros; mas el entendimiento no se para en el concepto, sino que se extiende al objeto, y dice no solo que ve la cosa, sino que la cosa es como él la ve«. El origen de esta actividad no ésta en la evidencia, sino en lo que llama Balmes instinto intelectual, que es el criterio que examina en último lugar. Lo define como un «impulso que nos lleva a la certeza en muchos casos, sin que medien ni el testimonio de la conciencia ni el de la evidencia.

Lo denomina también “sentido común”, «cuando el instinto intelectual versa sobre objetos no evidentes, y nos inclina al asenso». Así pues, el sentido común es más amplio que el «instinto intelectual», porque acompaña a sus objetos evidentes. En cambio, el sentido común lo hace a todo lo no racional pero que exige también certeza. En cuanto a la expresión «sentido común» precisa Balmes, en primer lugar, que la palabra «sentido» la utiliza con el significado de pasivo, y, por tanto, excluyendo toda reflexión o raciocinio. En segundo lugar, Balmes determina el significado de «común» explicando que excluye lo individual, en cuanto al sujeto de esta «ley», ya que es propia de la naturaleza humana.

El sentido común se refiere a objetos de «diferente orden», pero que a todos ellos los abarca esta misma ley de la naturaleza humana, que hace asentir a verdades independientes del testimonio de la conciencia y de la evidencia de la razón. Esta «ley de nuestro espíritu», sentido común, o instinto intelectual es única. Sin embargo «en la complicación de los actos y facultades de nuestro espíritu, y en la muchedumbre y diversidad de objetos que se le ofrecen, claro es que dicha inclinación no puede presentarse con el mismo carácter, y que ha de sufrir modificaciones, capaces de hacerla considerar como un hecho distinto, aunque en realidad no sea más que el mismo, transformado de la manera conveniente». Habrá por tanto, una diversidad genérica de verdades de sentido común o de reflexión. Añade seguidamente que: «El mejor medio de evitar la confusión de ideas es deslindar los varios casos en que tiene cabida el ejercicio de esta inclinación». Una primera manifestación de la misma es la del carácter objetivo que presentan las ideas y juicios.

Otra se da en el campo ético: «Lo dicho de la evidencia mediata e inmediata, con respecto al valor objetivo de las ideas, tiene lugar no sólo en el orden puramente intelectual, sino también en el moral. Se revela también esta inclinación universal en el orden del conocimiento sensible, porque «las sensaciones, consideradas como puramente subjetivas, tampoco bastan para las necesidades de la vida sensitiva.

También añade Balmes a continuación: «La fe en la autoridad humana nos ofrece otro caso de este instinto admirable. El individuo y la sociedad necesitan esta fe, sin ella, la sociedad y la familia serían imposibles; el mismo individuo estaría condenado al aislamiento, y, por tanto, a la muerte. Respecto a este caso, Balmes hace dos observaciones. La primera que: «Cuando mayor es la necesidad, tanto mayor es la fe: los muy ignorantes, los imbéciles, creen todo lo que se les dice; su guía esta en los demás hombres y ellos la siguen a ciegas. La segunda es que, a diferencia de las otras tres manifestaciones del sentido común, en esta lo asentido por el mismo es demostrable, y, por tanto, podría lograrse la certeza por el criterio de evidencia. Además de la función objetivadora, se ha dicho últimamente que también el sentido común es la causa del asentimiento de las verdades de evidencia, tanto las de evidencia mediata como la inmediata, es decir, que motiva certeza del valor «subjetivo».

Tal como hasta este momento del capítulo, dedicado al «criterio del sentido común» ha caracterizado al mismo, ciertamente, el criterio de evidencia quedaría asumido por este tercero.

A pesar de la pequeña oscuridad con que Balmes presenta su definición descriptiva del sentido común, no parece que pueda afirmarse que este criterio tiene además de la patente función objetivadora otra subjetiva. Si él afirma asentimiento a toda verdad necesaria, testimoniada por la inteligencia, no lo generará el llamado criterio de evidencia, éste no tendría ningún sentido, y Balmes no lo nombraría. Aún podría decirse que simplemente nos proporcionaría información o conocimiento de los contenidos y sus relaciones de las verdades evidentes, y que la certeza la daría el tercer criterio.

Analizando estos tres criterios de certeza, concluye Balmes que: » el de la conciencia es un hecho primitivo de nuestra naturaleza, en el de evidencia se descubre la condición indispensable para la existencia de la razón misma; en el del instinto intelectual, para objetivar las ideas, se halle una ley de la naturaleza, indispensable también para la existencia de la razón. 

  1. LA CONCIENCIA

A la naturaleza de los tres testimonios, o criterios solidarios de verdad, la conciencia, la evidencia y el sentido común, pertenecen, respectivamente, los tres principios fundamentales, el principio de Descartes, el de no-contradicción y el llamado de los «cartesianos«.

Respecto al primero, indica Balmes que el principio fundamental de la conciencia fue adoptada por Descartes, pues «al asentar el principio «Yo pienso, luego existo», no hacía más que consignar un hecho atestiguado por el sentido íntimo. Descartes no presentaba su principio cual un mero entinema, cual un raciocinio común, sino como consignación de un hecho que se le ofrecía el primero en el orden de los hechos. Reconoce Balmes, sin embargo, que: «Descartes, al enunciar y explicar su principio, no siempre se expresó con la debida exactitud, lo cual dio motivo a que se interpretasen mal sus palabras. Al examinar las relaciones entre el pensamiento y la existencia, Balmes también concluye que la existencia es un «hecho comprendido» en el pensamiento, porque «lo que se ofrece primitivamente a nuestro espíritu no es la existencia, sino el pensamiento.

Al reflexionar sobre esta «idea» del pensamiento, conocida por una «intuición», Balmes llega a esta importantísima conclusión, que también expresa con un lenguaje cartesiano: «El yo en sí no se nos manifiesta, le conocemos por el pensamiento, y, por tanto, en este debemos fijar el punto de partida y no en aquél; de lo que se infiere que, en dicha proposición, «yo pienso», lo primitivamente conocido es más bien el predicado que el sujeto.

Sin embargo, Balmes no está de acuerdo con Descartes, por que le reprocha que  «al consignar el hecho del pensamiento y de la existencia, pasaba, sin advertirlo, del orden real al orden ideal, forzado por su propósito de levantar el edificio científico.

Tal como le critica Balmes, efectivamente, en su análisis del primer principio, obtenido en el proceso de la duda, escribe Descartes: «Y habiéndome percatado que nada hay en pienso, luego soy que me asegure que digo la verdad, a no ser que yo veo muy claramente que para pensar es necesario ser, juzgaba que podía admitir como regla general que las cosas que concebimos muy claras y distintivamente son todas verdades». En este texto se refieren tres datos del primer principio cartesiano» la fórmula «pienso, luego existo», la proposición necesaria «para pensar hay que existir» y la regla de evidencia «lo claro distinto es verdadera». Las dos primeras enunciaciones no son la expresión de un razonamiento, sino de dos aspectos que cree encontrar Descartes en el «cogito, ergo sum». El primero es la constatación de la existencia individual del yo concreto, que se da acompañado a todos los actos de pensamiento u operaciones conscientes. La captación de esta existencia particular se da en el pensar con inmediatez.

Igualmente se pone de relieve este enlace universal y necesario del pensar y el existir en otro pasaje de las Meditaciones, en donde formula el primer principio del modo siguiente: «de manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición: «yo soy, yo existo» es necesariamente verdadera cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu».

Este doble orden, el fáctico y el necesario, en que se despliega la intuición del «cogito» pone de relieve la confusión de dos tipos irreductibles de conocimiento intelectual: la percepción existencial y el conocimiento esencial objetivo. Con la confusión de esta doble línea de conocimiento, Descartes consigue extraer de la certeza existencial una verdad necesaria que hace coincidir con ella.

Descartes, en realidad, continúa censurándole Balmes, pudo tomar el principio de conciencia como el único fundamental, porque, sin percatarse de ello, introducía los otros dos principios. Los hechos de conciencia solamente pueden ser punto de partida, si se les añade una verdad ideal, una evidencia, porque, como dice Balmes: «tómese una verdad real cualquiera, el hecho más seguro, más cierto, para nosotros; nada se puede sacar de él si no se le fecunda con verdades ideales. Se comprende, así, que sin advertirlo: «el mismo Descartes, al consignar el hecho del pensamiento y de la existencia, echa mano de una verdad objetiva. «Lo que piensa existe», o, en otros términos: «lo que no existe, no puede pensar».

A pesar de esta critica, Balmes considera que el principio de Descartes, entendiéndolo del modo explicado, no como un principio evidente, sino como un mero hecho de conciencia, puede tomarse como uno de los principios fundamentales, porque cumple los caracteres requeridos para ello: » Estos son tres: primero, que no se apoye en otro principio; segundo, que, cayendo él, se arruinen todos los demás; tercero,que, permaneciendo él firme , pueda argüirse de una manera concluyente contra quien niegue los demás, reduciéndole a buen camino por demostración al menos indirecta».

  1. LA AUTOPRESENCIA DEL ESPíRITU

Con la aceptación del principio de conciencia, más que seguir a Descartes, incluso con todas las modificaciones que resultan  de sus observaciones críticas, lo que hace Balmes es asumir la herencia agustiniana.

San Agustín, en el De Trinitate, establecidos los dos niveles de presencia del alma a si misma, determina cómo se pasa de uno a otro, o cómo la mente se eleva del nivel de presencia del alma a sí implícita al de explícita. Sostiene que la autoconciencia es plena, y, por tanto, que la mente está propiamente en presencia de sí misma, por el poder que tiene el mismo pensar.

La actividad del pensar, para San Agustín, es propia de la inteligencia, que emana de la memoria, y, por ello, consiste en extraer lo que está latente en la misma memoria, como conocido y no pensado, y expresado en la palabra interior o «noticia amada». En este conocimiento locutivo se expresan les esencias de las cosas. Cuando el alma intenta pensarse a sí misma, para conocerse, pretende saber lo que ella es, conocer su esencia. Al tomarse como objeto de su conocimiento, buscando conocer su naturaleza, entonces su presencia de sí se le hace consciente pero en la línea existencial, de manera que se percibe existir. El conocimiento existencial del alma, plenamente manifiesto no se da, por consiguiente, sin el conocimiento esencial, ya que en el buscar pensarse del alma le acompaña la percepción intelectual de su existencia.

El mismo conocimiento existencial que aparece acompañando a la búsqueda del esencial sirve para encontrar la esencia del alma. Pero este conocimiento es existencial y no se tiene conciencia de él, porque se debe a la presencia del alma a sí misma en la memoria de sí. Por consiguiente si se afirma que la mente se conoce realmente, tendrá que conocerse como esencia. Este conocimiento es posible, pues el alma puede estar cierta de su naturaleza, porque posee la certeza, cuando su noticia de la memoria se explica al pensarse el alma. Cuando piensa lo que es auténticamente está cierta de su conocimiento, lo que no ocurre al pensar lo que no es.

El motivo lo explica San Agustín al añadir que, al pensarse como lo que verdaderamente no es, «si fuera en verdad alguna de estas cosas, pensaría en ellas muy de otra manera que en las demás. Cuando el alma piensa ser algo que no es ella, necesita añadir imágenes, en lugar de ver por sí misma lo que es y estar cierta de su conocimiento. Por esto, concluye ahora que, apartado todo aquello que el alma no es, pues no está cierta de ello, le queda tan sólo aquello de lo que sí está: su propio conocimiento existencial.

Al buscarse la mente no sólo se percibe existencialmente, sino que gracias a este conocimiento existencial, que le da una absoluta certeza, puede conocer su esencia como la substancia que se conoce a sí misma como existente, y de este conocimiento también está cierta. Este conocimiento de la esencia del alma no supone que San Agustín lo haga derivar del conocimiento existencial, porque pertenecen a ordenes distintos.

La experiencia del alma de su existencia, que se vuelve consciente al pensarse el alma y en cualquier modalidad del pensar, según este último texto no sólo es inmediata, sino también indubitable. Certeza que se experimenta no únicamente como certidumbre de existir, sino igualmente de vivir y de entender. Porque el ser del hombre no hace que sea un mero existente, ya que abarca los tres grados de ser, existir, vivir y entender.

En estos tres estratos de perfección, según San Agustín, los superiores incluyen a los inferiores. El existir sin vivir es poseer una perfección; el viviente posee más perfección que el sólo existir, por tanto, es existente, pero de una forma más perfecta; y el entender es la forma suprema de vivir,y también, por ello, de existir.

La superioridad del entender es por implicar el vivir y el existir pero siéndolo de un modo más perfecto. El entender es una forma, la suprema, de vivir y de existir, que tiene el hombre, aunque participada. Por ello, también, se puede afirmar que el existir humano es un vivir y un entender. De ahí que la certeza de esta existencia se extienda a las certezas de vivir y de entender.

Ninguna de estas tres certezas permite la posibilidad de la duda. En primer lugar, porque aun creyendo que me engaño,

persisten. Tampoco, en segundo lugar, conmueve estas certezas la objeción de que puede suponer que se esté soñando. Por último, en este mismo lugar, defiende el valor de las certezas frente a la suposición de enajenación.

  1. PRIMACIA DE LA VERDAD

En este punto, Balmes tampoco se aparta de la doctrina de la experiencia del espíritu humano de Santo Tomás. Como ya se ha dicho, según el Aquinate, en la misma alma, con anterioridad a la recepción de las formas, a la iluminación de las imágenes, y al mismo acto de intelección, se encuentra una disposición para conocerse conscientemente.

Este conocimiento habitual del alma en sí misma consiste en la substancia espiritual de la misma, que por su propia esencia esta dispuesta para poseer conscientemente su ser. Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, sostiene que: «del alma pueden tenerse dos conocimientos, como dice San Agustín, uno por el que se conoce sólo el alma de cada uno en cuanto a lo que le es propio; otro por el que el alma es conocida en cuanto a lo que es común a todas las almas. El conocimiento que se tiene del alma en cuanto de lo que es común a todas las almas es un conocimiento de la «naturaleza» del alma; el que tiene de su alma cada uno en cuanto a lo que le es propio, es el conocimiento que cada uno tiene de su alma, según que tiene ser en sí misma como tal individuo».

Explícitamente afirma Santo Tomás de este conocimiento, que tiene cada hombre de su alma existente, que: «nadie puede pensar que él no existe, asintiendo a este juicio, pues en el acto mismo de pensar algo, percibe que existe. El conocimiento por el que cada uno percibe que existe al pensar algo, por no ser una intelección objetiva, tampoco es una intuición intelectual. Pero, sin embargo, es una experiencia o percepción inmediata de la mente misma. Pero el hombre no tiene siempre conciencia actual de su propio ser, sino solamente en cuanto está pensando.

Al ejercitar las operaciones propias de la vida humana, el alma percibirá intelectivamente no sólo su existencia, sino también su vida y sus mismas operaciones.

El alma, según San Agustín, tiene la certeza de sí, o la «ciencia existencial», ya que al dudar no puede hacerlo de su existir, vivir y entender, puesto que en la misma duda se perciben cuanto que es, vive y entiende. Por ello, afirma que el alma si duda, existe, «si duda vive’ y «si duda piensa». Sin embargo, estas tres certezas, que son existenciales, no proporcionan la verdad, que daría, en cambio, una certeza esencial. Desde el «cogito» sólo se constituye una verdad fáctica y contingente, no algo inmutable y eterno, es decir, verdadero auténticamente. Por un lado, porque, en el saber, que se obtiene en la constatación existencial, no se encuentra el origen de su certidumbre. Por otro lado, se advierte, la exigencia de la verdad en el «cogito», porque no solo tengo conocimiento de mi existir, sino que asimismo tengo conciencia de este saber: «conozco que existo, conozco también esto mismo, que me conozco».

La misma duda también reclama el fundamento de la verdad. Porque el alma, al dudar, o al creer que se engaña, no sólo se percibe como existente, viviente y pensante, en su singularidad y facticidad, sino que al mismo tiempo, entiende que duda, posee un saber conceptual de su propia duda. La duda no sólo remite a algo verdadero, que se sustenta en la verdad, sino que en sus propias raíces se descubre también la misma verdad.

Declara San Agustín que la duda es posible porque se tiene un saber de la misma duda; también un saber de la propia ignorancia; y, además, porque se sabe conceptualmente que no se debe asentir, o aprobar, de una manera imprudente, lo que supone poseer un criterio acerca del saber. No es viable, por tanto, que la verdad se constituya desde la experiencia de la duda. Ni el conocimiento fáctico del existir, ni la duda, que lo patentiza, son el fundamento de la verdad, sino que, por el contrario, las verdades eternas posibilitan y fundamentan el «cogito». De manera que, si se negara la existencia de la verdad, habría que negar consecuentemente la autoconciencia del alma.

  1. LA NO-CONTRADICCION

El segundo principio fundamental es el de no-contradicción. Su sentido lo aclara Balmes al explicar que este principio es una verdad conocida por evidencia, porque no es individual, ni contingente, ni se refiere al que la percibe, tal como lo son los hechos de conciencia, sino que es la más universal, absolutamente necesaria, y es una ley de toda inteligencia, tres caracteres propios del criterio de evidencia. Por consiguiente, el principio expresa una verdad objetiva, no un hecho de conciencia.

Lo coloca Balmes como un principio fundamental, porque cumple las tres condiciones que se necesitan para serlo. Con la aceptación de este principio como uno de los tres fundamentales, Balmes sigue la tradición aristotélica-tomista, porque ya Aristóteles, en el Libro IV de la Metafísica, defendió la validez del principio de no-contradicción.

Explica Aristóteles que el más firme, o cierto, porque no depende de ninguna suposición previa, y es, a la vez, el más conocido de todos. Toda demostración se basa, en último término, sobre algo indemostrable, que es este principio. Si el que duda o niega el principio dice algo, afirma ya la no-contradicción, porque al decir algo significa algo, a sí mismo y a los otros, y, por tanto, está reconociendo algo definido, algo que es y está separado de lo que no es. Si el sofista no quiere admitir que sus propias palabras tienen un significado, y por ello, distinto, del de otras palabras, esto es que significan una cosa, y no otra, debe reconocer que si es así nada; y a los demás les es imposible comprenderle, puesto que sus razones son inexistentes.

Afirma Aristóteles que debe admitirse que: «el nombre tiene un significado y un significado único». Si se dijese, por el contrario, que «significaba infinitas cosas, es claro que no podría haber razonamiento, pues el no significar una cosa es no significar ninguna». No supone ninguna dificultad el que a veces las palabras tengan una multiplicidad equivoca de significados, porque en estos casos el número de significados siempre es limitado o de una cantidad definida, y, sobre todo, porque la intención del que habla se refiere siempre únicamente a uno de ellos, que se descubre por el contexto. Tampoco es ninguna objeción que en la predicación se atribuyan contenidos diferentes a un mismo sujeto.

No solamente la negación del principio de no contradicción hace imposible el lenguaje, sino también la misma vida humana. Es imposible, además, negar el principio de no contradicción, ya que si se sostiene que es falso, queda ratificado que lo falso no es lo mismo que su contradictorio lo verdadero.

  1. LA EVIDENCIA

El último principio que tiene el carácter de fundamental, dice Balmes, es el que se denomina «de los cartesianos», cuya formulación es la siguiente: «Lo que esta comprendido en la idea clara y distinta de una cosa se puede afirmar de ella con toda certeza«. Porque considera que es idéntica a esta otra: «lo evidente es verdadero’.

Teniendo en cuenta que lo evidente es «lo visto con claridad, que ofrecido al entendimiento de una manera muy luminosa»; se presenta la siguiente dificultad: por más que se analice esta idea: «visto con claridad», ¿se puede descubrir esta otra: «conforme al objeto»?  No se da aquí un salto inmenso, se pasa de la subjetividad a la objetividad, se afirma que las condiciones subjetivas son el reflejo de las objetivas, se hace el tránsito de la idea a su objeto… Se explica que sea así, porque el principio de la evidencia, o el que «lo evidente es verdadero», no es más que una expresión del criterio del sentido común; ya que, como observa Balmes, no es un hecho de conciencia, por manifestar la relación del sujeto al objeto; no es, tampoco, una verdad conocida por evidencia mediata o inmediata; sino que «es una proposición que conocemos por acto reflejo, y que expresa la ley primitiva de todos nuestros conocimientos objetivos… un instinto de la naturaleza».

Al considerar este principio como fundamental, Balmes coincide con la metafísica aristotélica-tomista, porque también, en ella se reconoce como tal la afirmación de la existencia del ente, implicada en el principio de no contradicción, condición constitutiva del pensamiento. La existencia del ente se presenta como algo totalmente cierto y sostenido en la misma necesidad de la certeza del pensamiento. Sobre ella también se funda la necesidad de afirmar que la verdad existe. De ahí que no puede ser negada su existencia, sin al mismo tiempo negar la coherencia del pensar.

El Aquinate siempre sostuvo la evidencia de la existencia de la verdad, fundada en la correlativa evidencia del existir del ente. No aceptó nunca que sea evidente para el hombre la proposición «Dios existe» pero si, que la «verdad existe».

  1. DIMENSIONES DEL BIEN

De todo lo expuesto, puede concluirse, con Balmes y también con la filosofía aristotélica-tomista, que el conocimiento propio del espíritu, el principio de no-contradicción y la afirmación de la existencia del ente y de la verdad son los tres fundamentos en que se apoya la Metafísica, aunque son de distinto orden. Se comparan tres verdades desiguales: una verdad que enuncia un hecho de conciencia, una verdad necesaria y una verdad de instinto intelectual conocidas por tres diferentes criterios, el de conciencia, el de evidencia y el de sentido común, respectivamente.

Estos tres fundamentos, o principios, estudiados por Balmes, pueden considerarse como manifestaciones de la triada: modo, especie y orden, que descubrió San Agustín. En su escala de los seres, este triple aspecto constitutivo se encuentra en todos los seres finitos, tanto en su ser como en su obrar, y en los personales también en su conocer y querer.

En la metafísica de San Agustín, se concibe el universo como una jerarquización de bienes, en el que cada uno de ellos está dispuesto en distintos niveles de perfección y bondad, que son así semejanzas, vestigios o imágenes, del Bien divino. Todas las realidades del universo, por consiguiente, son buenas, y en cuanto tales poseen las dimensiones de modo, especie y orden. Según la plenitud de las tres, las criaturas serán más o menos perfectas.

Modo, especie y orden son tres notas, o dimensiones, del bien finito, tan universales como él, por esto San Agustín afirma que son bienes generales. El modo es por lo que las realidades finitas existen y son concretas, pudiendo estar y actuar determinadamente en un cierto lugar y en un presente temporal. Constituye, por tanto, la vertiente existencial de las cosas.

La especie es aquello por lo cual las cosas ofrecen una dimensión esencial. Constituye sus formas y perfecciones, que son reflejo de las Ideas divinas, que están en la mente divina y que son sus modelos o ejemplares.

El orden es un elemento relativo, fundado en los otros dos, que son absolutos. Por el orden las cosas no están simplemente colocadas en la escala de los seres, sino referidas y orientadas en la misma. El orden, por tanto, es el dinamismo tendencial de las cosas, que les corresponde según su especie.

Esta triada de principios fundamentales, que expone Balmes en la Filosofía fundamental, puede relacionarse, por consiguiente, con estas tres dimensiones del bien finito, descubiertas por San Agustín, el modo, la especie y el orden, conectadas en el conocimiento humano. Si el aspecto esencial, que absorbe la atención de la inteligencia, es la especie, o la evidencia del primer principio fundado en la razón del ente, y que permite el desarrollo de la intelectualidad de la mente, se le puede considerar como especie de la misma.

También los tres niveles del «cogito» agustiniano examinados, certeza existencial del alma, certeza esencial del saber existencial del alma y certeza de la verdad, se corresponden con la triple dimensión del bien del ser finito. El alma no se conoce directamente, más que por este conocimiento existencial. Sin embargo, hay otro nivel del «cogito», la conciencia de este saber, expuesto en el enunciado «si dudo, sé que dudo».

El objeto de la Metafísica 

  1. APERTURA UNIVERSAL

Además del olvido del ser varios filósofos afines al existencialismo han denunciado el olvido de los seres concretos, de los entes de la realidad. Se debe partir del ser en concreción,  no de ninguna sustantivación del ser en abstracción. Desde esa perspectiva podría decirse que la historia de la metafísica ha sido la historia de una sustantivación creciente del ser, de una hipóstasis innecesaria e injustificable. Desde este planteamiento Zubiri ha escrito: «las cosas reales son, pero el ser no tiene sustantividad».

El hombre está presente en el universo como parte suya, pero el mismo universo está también presente en él gracias al conocimiento intelectual humano. Gracias a este conocimiento se repara la deficiencia del hombre en cuanto parte del todo, porque una cosa puede ser perfecta de dos modos. De uno según la perfección de su ser, que le compete según su propia especie. El hombre por ser parte del todo posee esta clase de perfección, que es en realidad «una perfección imperfecta». Tiene sin embargo otra perfección porque para que hubiese algún remedio a esa imperfección, se encuentra otro modo de perfección en las cosas creadas, según la cual la perfección que es propia de una cosa se encuentra en otra; y ésta es la perfección cognoscente en cuanto a tal.

Por su entendimiento el hombre remedia su finitud entitativa ya que le permite y la posible posesión, de algún modo, de todo lo que está y así puede acceder a lo infinito. El conocimiento es perfeccionante de su sujeto, porque está abierto al ente, es decir, porque su objeto es el ente.

La doctrina del conocimiento de Santo Tomás, supuesto fundamental de la Metafísica, implica la tesis central de que el ente es la primera aprehensión de cualquier entendimiento. Santo Tomás enseña que el primero de nuestros conceptos, el más conocido de todos, el que se encuentra a la base o el trasfondo de todos los demás el que, por ello, queda como elemento último en todo análisis o resolución conceptual, es el concepto de ente.

En su Comentario al «De ente et essentia» de Santo Tomás, Cayetano afirma que el ente concretado en la quiddidad sensible es el primer conocido, con un conocimiento confuso actual. El objeto formal propio del entendimiento humano es el ente concretado en la quiddidad sensible, igualmente puede decirse que el primer conocido del entendimiento es la esencia, o que el objeto formal propio del entendimiento humano es la quiddidad, o esencia, sensible porque en el conocimiento de tales esencias está ya contenido el concepto de ente, pues está incluido en el concepto de cualquier esencia posibilitandola constitutivamente. 

  1. DE LA NOCIÓN ESPONTÁNEA A LA REFLEJA

El ente no es solo el primer conocido, sino también, el objeto de la Metafísica, pero con una formalidad propia, la del ente en cuanto ente. Es preciso, por tanto, explicar cómo se pasa del ente como primer inteligible al ente en cuanto a tal. Para presentar el estado de la cuestión acerca del primer conocido del entendimiento humano hay que hacer notar que el universal, que suponemos conocido directamente por el entendimiento, tiene una doble totalidad: es un todo definible y es un todo universal. Por tanto, en el concepto hay un doble aspecto que debe considerarse. Por una parte es un todo definible, que se advierte al tomar el concepto en su comprehensión, porque todas las notas que lo constituyen se presentan como unificadas y con una coherencia necesaria. Por otro lado es una totalidad universal que se revela si se considera en su extensión. Esta doble totalidad del universal permite efectuar otra distinción en los modos de captación del mismo por el entendimiento; el conocimiento confuso y el conocimiento distinto. Un primer conocimiento confuso es aquel por el que el universal es aprehendido como todo definible sin resolverlo en las partes que integran su definición. Un segundo conocimiento confuso es aquel por el que se conoce como todo universal sin conocer sus inferiores o partes subjetivas. Un primer conocimiento distinto es aquel por el que se conoce el todo definible resolviéndolo en cada una de las partes de la definición. Un segundo conocimiento distinto es aquel por el que se conoce todo el universal componiéndolo con sus partes subjetivas. Se da por tanto un cuádruple tipo de captación del concepto: confuso actual, confuso virtual, distinto actual y distinto virtual. Estas distinciones de Cayetano permiten la diferenciación del ente como primum cognitum, obtenido por la iluminación intelectual de lo sensible, del ente trascendental, que es el objeto de la Metafísica, y que supone una depuración ulterior.

  1. GÉNESIS COGNOSCITIVA.

En relación con estas distinciones está la doctrina de Cayetano sobre el modo de la abstracción. Esta es de dos clases. Según la primera la cantidad se abstrae de la materia sensible; según al segunda «animal» se abstrae de «buey» y de «león». La primera se llama ‘abstracción formal’, la segunda, ‘abstracción total’; por el hecho de que lo abstraído mediante la primera es como al forma respecto de aquello sobre lo que versa la abstracción, mientras que la segunda es como un todo universal respecto de aquello sobre lo que se hace la abstracción. Según Cayetano en la abstracción formal se considera lo actual y determinante abstrayéndolo de lo que es potencial e indeterminado de aquello que dice razón de sujeto. En la abstracción total se considera lo potencial y material, porque es lo que funda la predicabilidad genérica y específica, separándolo de los elementos formales y determintes; es decir, la abstracción total separa el todo universal de sus partes subjetivas y por ello se denomina total.

Cayetano a continuación indica cuatro diferencias entre las dos clases de abstracción. Difieren en primer lugar porque en la abstracción formal se obtienen separadamente dos conceptos completos: el de aquello que se abstrae y el de aquello sobre lo que versa la abstracción, esto es, uno formal y uno material, de tal manera que no se incluyen mutuamente. En la abstracción total no permanecen separadamente lo dos conceptos completos, de tal modo que no se incluyan mutuamente, sino uno solo, a saber, el concepto de lo que se abstrae la actualidad, la distinción y la inteligibilidad, mientras que por la abstracción total surge en aquello que se abstrae la confusión, la potencialidad y la menor inteligibilidad.

Difieren, por otro lado, porque en la abstracción formal cuanto algo es más abstracto tanto más conocido naturalmente, mientras que en la abstracción total cuanto algo es más abstracto tanto más conocido para nosotros. La razón de esta diferencia, igual que la de la anterior, que delimita, es la «materialidad» e indeterminación que contiene la abstracción total. Por último la abstracción formal y la abstracción total difieren en que por los diversos modos de abstracción formal se diversifican las ciencias especulativas, mientras que la abstracción total es común a todas las ciencias. A causa de ello, lo metafísico como tal no se comporta con lo natural como el todo universal con las partes subjetivas, sino como lo formal con lo material; e igual acontece con lo matemático. Los conceptos metafísicos obtenidos por abstracción formal no se comparan con los que contienen determinaciones naturales de las cosas, como una razón genérica con las razones específicas inferiores, sino como lo formal y determinante con lo que es material y receptivo.

Según las interpretaciones clásicas tomistas, Santo Tomás distingue tres grados de abstracción formal. En el primero, que puede llamarse físico, se abstrae de la singularidad numérica, es decir, de la materia individual, obteniéndose la llamada materia común.  Por consiguiente hay que distinguir dos clases de materia, hay que distinguir dos clases de materia, a saber, la común y la determinada. Es materia común, por ejemplo, la carne y los huesos, e individual mi carne y mis huesos. Pues bien, el entendimiento abstrae la especie de la materia sensible individual, no de la materia sensible común. En este primer grado se prescinde, por tanto, de la singularidad, pero no de la corporeidad, o materia corpórea, que es la materia con la primera actualización de la forma sustancial, y la que acompaña la cantidad. esta sustancia corpórea cuantificada, o ente corpóreo, es el denominado ‘principio de individuación’, por que individualiza los demás grados de determinación, que confiere la forma sustancial. En este nivel de profundización, se destaca el ente móvil, que es el sujeto del movimiento, objeto del estudio de la física.

Es posible una mayor penetración en lo que determina al ente, un segundo grado de abstracción, consistente en la obtención de la cantidad y sus determinaciones de número, figura y tamaño, prescindiendo de las otras condiciones de la materia sensible común. A la corporeidad así obtenida se la llama ‘materia inteligible’. Se denomina ‘materia inteligible’ a la materia corpórea con la cantidad y la exclusión de todos los otros accidentes como las cualidades sensibles, que también puede sustentar la materia corpórea.

En un tercer grado de abstracción formal se prescinde ya completamente de toda materia, es decir, tanto de la individual como de la común, y de la sensible y de la inteligible. Los conceptos obtenidos son inmateriales precisivamente, no positivamente, es decir, se pueden realizar tanto en los entes materiales como en los inmateriales. Todos ellos son objeto de la Metafísica. El ente trascendental, el ente en cuanto ente, objeto propio de la Metafísica, se obtiene, por tanto, en este tercer grado de abstracción formal, que proporciona conceptos distintos actuales, prescindiéndose de toda materia, de todo constitutivo del ente que sea de suyo potencial y receptivo.

Los grados metafísicos, en cuanto caen bajo la consideración de la metafísica, no se refieren a lo natural, a pesar de ser en un nivel máximo universales, como todos los universales obtenido por abstracción total; y por ello se predican genérica y univocamente. El olvido de esta tesis y el buscar la máxima inteligibilidad «quoad nos», llevó a la consideración del ente como algo totalmente indeterminado; obtenido por tanto, por la precisión de las determinaciones genéricas y específicas, es decir, elaborado por abstracción total y atendiendo a la dimensión de totalidad universal del concepto. Para Cayetano, por el contrario, los objetos ontológicos se encuentran en una línea más elevada y desprendida de las determinaciones naturales de la experiencia.

  1. ESTRUCTURA DEL OBJETO METAFÍSICO.

El ente, objeto de la Metafísica, no puede ser definido, porque, como concepto trascendental, carece de otro superior desde el que puede situarse, determinando así su sentido y dar una explicación de su razón esencial. Desde la perspectiva de la abstracción total, se podría explicar por la indeterminación indiferenciadad del ente, que entonces sería un género supremo o universal. Pero desde la perspectiva de la abstracción formal, el concepto de ente no puede explicarse sino desde sí mismo, profundizando en lo actual y determinante, que la abstracción formal, en su tercer grado, revela un conocimiento distinto actual del objeto propio del entendimiento. El concepto de ente no es un género; lo son en cambio, las categorías, y ya no se puede encontrar otro superior. Aunque el concepto de ente no se puede definir en sentido estricto, sin embargo, se puede describir su significado analizando su contenido, tarea necesaria y primera de la Metafísica. El ente es lo que tiene ser, el término ente no solo designa el ser, que es lo poseído, sino también aquello que lo posee, su sujeto, que es la esencia. La esencia y el ser, no obstante, no son dos entidades, sino dos principios que constituyen el ente, porque siendo este último real, también lo son sus constitutivos. Si se consideran desde el plano de la entidad, la esencia y el ser en sí mismo no son nada, aunque, en cuanto principios entitativos, que pertenecen al ente, que es real, también son reales. Por ello son inseparables, y solo tienen sentido en su referencia mutua.

El ser, por consiguiente, en el ente, realiza dos funciones. La primera es la entificadora, por la que conviene a la esencia en ente, pues ésta sin el ser no es un ente, ya que solo es ente la esencia que tiene ser. La segunda función es la existencial o realizadora, consistente en hacer que el ente, que ya ha constituido el ser, esté presente en la realidad, exista.

La relación de la esencia al ser esta ya sugerida en su nombre latino essentia, con su claro parentesco con el verbo esse. Esta referencia en que por ella y en ella el ente tiene ser. Lo cual no quiere decir que la esencia ponga el ser, sino que, por el contrario, la esencia se constituye en su misma esencialidad desde el mismo ser del ente, puesto que el ser es la actualidad de toda forma o naturaleza. Esta comprensión de Santo Tomás, totalmente inédita del ser como acto, supone una profunda reforma de la doctrina aristotélica de la potencia y el acto. Se considera a la esencia finita como potencia, o capacidad de ser, y como acto al mismo de ser, a pesar de que toda esencia en cuanto tal es acto; ya que en cuanto sujeto del ser se comporta como potencia en relación a ese acto de ser.

Santo Tomás llegó a esta innovación de la relación potencia-acto, por la que se quedaba convertida en análoga, con ocasión del planteamiento de Avicena en la problemática de la existencia. Según Avicena, el ente, primer conocido y objeto de la Metafísica, significa una nota comunísima  contenida en la definición de cualquier realidad. Deduciendo de ello que la entidad forma parte de las definiciones de las esencias de las cosas. Al entender las esencias de las cosas, que se perciben como existentes, obtenemos un concepto esencial, desde el cual no se puede dar razón de su existencia, de manera que lo que entendemos propiamente de la cosa es solamente su esencia. La existencia no es pues un atributo que venga exigido por ciertas clases de esencias si no que les es dado como algo que les sobreviene. En cuanto posee el ser, la esencia se constituye como tal, porque el ser, acto del ente, es la actualidad de todas las formas, o actos esenciales. El ser, es acto de los actos.

Para Santo Tomás el ser es acto primero o primera actualidad, que fundamenta, constituyendo, o posibilitando, todos los demás actos. En su definición de esencia, en la que se precisa que por ella y en ella el ente tiene ser, se indican funciones de la misma. La primera consiste en que la esencia es la condición para que el ente le sea posible estar constituido por el ser, o «por ella» al ente le sea posible estar constituido por el ser que ha recibido. La segunda función de la esencia es la de sustentar al ser; de manera que la esencia es el sujeto del ser del ente.

 5. EL ACTO DE SER

Según la descripción del ente, expuesta por Santo Tomás, en las sustancias materiales  se encuentra una doble estructura acto-potencial. Solamente Dios es acto puro, pues, si bien en uno y mismo ente, que pasa de la potencia al acto, la potencia es anterior temporalmente; sin embargo, absolutamente, el acto es anterior a la potencia, ya que lo que está en potencia no puede pasar al acto, sino por un ente en acto, y, además, puesto que Dios es el primer ente, es imposible que haya en el nada de potencia.

Sin embargo, el ser no es solamente por lo que es el ente, en el sentido de que es la causa de su existencia, sino también en cuanto que es el fundamento de la misma esencia, o la causa de las perfecciones de lo que es. Puede afirmarse, por consiguiente, que todas las perfecciones pertenecen a la perfección de ser, según esto, pues, las cosas son perfectas en cuanto de algún modo tienen ser.

Siendo el ser acto, comparándose a todo como acto, ya que es el acto primero y fundamental, y siendo, por ello, perfección, se sigue que nunca será recipiente de perfección alguna. No es posible que sea completado o perfeccionado por algo que de esta manera sería ya recibido por él. La esencia, por consiguiente, lo que hace no es completar o perfeccionar su ser, con el que constituye al ente, sino limitarlo o rebajarlo según cierto grado o medida. La esencia por tanto, carece de toda perfección, o realidad. Sus perfecciones y su misma realidad las ha recibido del ser. Los entes creados difieren por estos distintos modos de recibir o limitar el ser. Si Dios es el ser y, en cambio, los entes creados no son el ser, sino que lo tienen, y, por ello, lo poseen limitadamente según la esencia en que lo reciben, es necesario afirmar que estos entes, que no son Dios, participan del Ser.

Los entes creados, por tanto, participan del ser, y según una cierta medida de participación, que es su esencia. El ser no es una mera perfección, el ser no comunica únicamente al ente la perfección de existir, de manera que todas las restantes perfecciones pertenezcan a la esencia, sino que es la máxima perfección. Enseña, por tanto, Santo Tomás que el ser no es algo imperfecto, sino que,por el contrario, es lo más perfecto de todo. No hay que entender que al ser algo le sea añadido, que sea por esto más formal, determinante del mismo, como acto a la potencia, pues el ser, de este modo,sería distinto esencialmente que se le añade para ser determinado.

Al recibirse en una esencia, el ser es, por tanto, limitado o imperfeccionado. Así el «ser» de los distintos entes difiere por las diferentes esencias que lo limitan de distinta manera, que lo rebajan, o imperfeccionan, en diferente grado.

  1. NATURALIDAD DE LA METAFÍSICA

El descubrimiento de Santo Tomás de que la estructura de potencia y acto, encontrada por Aristóteles y que implica la utilización  de la receptividad como principio, no se da solamente en la línea de las esencias materiales o en la objetividad obtenida en el primer tipo de la abstracción formal, sino también en la línea del ente en cuanto ente, permite la caracterización de los constitutivos del ente, concebido por el modo de abstracción explicado por Cayetano. Al afirmarse que el objeto formal de la Metafísica es el ente en cuanto ente, aunque no se mencione explícitamente el ser, también, por consiguiente, se le considera, y precisamente como lo que actúa y determina al ente en cuanto a tal. La caracterización del ente se hace, por ello, desde el ser; y en la metafísica aristotélico-tomista no se da el llamado ‘olvido del ser’, tal como ha ocurrido en las metafísicas que se basan en el postulado del intuicionismo.

No obstante, Cayetano y la tradición tomista que le ha seguido han enseñado que el primum cognitum del entendimiento humano es el ente concretado en la quiddidad sensible, del que se tiene un conocimiento confuso actual. En esta metafísica nunca se ha dejado de considerar la estructura compuesta del ente, porque esta comprensión del ente es su doctrina nuclear, que contiene como germen todas las otras cuestiones. La doctrina de la composición real de la esencia y el ser no es un postulado, o un presupuesto, desde el cual se interpreta el sentido del concepto de ente. Por el contrario, esta tesis de la composición y distinción real de los principios constitutivos del ente es una explicación del contenido del concepto de ente.

El objeto del entendimiento es este «lo que es» o la esencia de las cosas. Pero aun que las esencias sean el objeto propio del entendimiento humano, que en cuanto humano entiende las esencias que caen bajo su experiencia sensible, en el conocimiento de tales esencias está implicado ya el primer conocimiento del ente, como ya se ha explicado. En efecto, cuando se interroga lo que una cosa es, hay también otra dimensión por la que también se pregunta, que consiste en que la cosa «sea». La pregunta ¿qué es? supone, por tanto el conocimiento de alguna manera de lo que sea «que es», es decir, implica el conocimiento sobre la esencia de la esencia, o sobre lo que sea el «ser».

En el primer conocimiento del ente, en el que éste aparece concretado por la quiddidad sensible, se capta ya, por consiguiente, la participación a algo que trasciende las esencias, que es lo máximamente formal y fundante de su consistencia. No solamente se capta en las cosas mismas la participación a «algo» que trasciende y constituye lo que son, fundamentando su consistencia, sino que también anteriormente a cualquier tesis metafísica, se capta la graduación de los entes, ya que estos se nos muestran como escalonados según un más o un menos, es decir, con una intensidad graduada de perfección.

La Metafísica al concebir el ente como participante del ser, por consiguiente, no solo respeta fielmente el horizonte de la objetividad humana, sino que se revela, conforme a la naturaleza del hombre. Porque su objeto propio, el ente en cuanto ente, que muestra un fundamento, que esta más allá de él, trascendiendo el orden de la aparición objetiva, el la explicitación del ente en cuanto concretado en las esencias sensibles. primer conocido del entendimiento del hombre. La Metafísica es un saber intelectual humano, pero en su grado más profundo y sumo.

Método de la Metafísica

1 ESTATUTO LOGICO DEL OBJETO

‘Unívocos’ llaman los lógicos a los términos que designan siempre una y la misma cosa. ‘Equívocos’ llaman en cambio, los lógicos a los términos o conceptos que tienen dos o más significaciones diversas por completo, es decir, que se refieren a dos o más objetos totalmente distintos entre si y heterogéneos. ‘Análogos’ llaman por último, los lógicos a los términos o conceptos que designan -como los equívocos- objetos distintos, pero no enteramente diferentes, sino en parte semejantes y en parte diferentes, o sea términos cuya significación no varía sino en parte al designar ora unos, ora otros objetos.

El método propio de la Metafísica es la analogía, que viene impuesto por la estructura especial del abierto metafísico. La analogía es el camino de síntesis, que permite la sistematización metafísica, sin negar la finitud y multiplicidad de la realidad y al mismo tiempo afirmar un fundamento unitario y permanente que la explique.

Cayetano divide la analogía en tres clases: de no-igualdad, de atribución y de proporcionalidad. Se basa en el famoso texto de Santo Tomás del Comentario a las Sentencias, en el que se dice: Algo se predica analógicamente de tres maneras:

Según la intención solamente y no según el ser.

Según el ser y no según la intención

Según la intención y según el ser

La analogía «según el ser y no según el concepto», o de no-igualdad, se da cuando hay un concepto unitario preciso, pero con la participación desigual de lo significado. La definición que da Cayetano de esta analogía de no-igualdad (inaequalitatis) o de desigualdad es la siguiente: «Se llaman análogas por desigualdad todas aquellas cosas cuyo nombre común y la razón significada por ese nombre es completamente la misma, pero desigualmente participada». En la analogía de no-igualdad, hay analogía únicamente en un sentido abusivo. Todo género podría llamarse análogo según este tipo de analogía, pues en la predicación genérica las diferencias de las especies son esenciales, y, por ello, cada una de las esencias de las diferentes especies realiza esencialmente en mayor o menor grado la perfección de la esencia genérica.

  1. LA PROPORCION

De la segunda clase de analogía, Cayetano da esta definición: «Análogas por atribución son aquellas cosas cuyo nombre es común, sin embargo, la razón significada por ese nombre es la misma según el término  y diversa las relaciones a él».

Porque, si alguien habla de qué es el animal en cuanto sano, se refiere al sujeto de la sanidad; y la orina en cuanto a sana, se refiere al signo de la sanidad; y la medicina en cuanto a sana, se refiere a la causa de la sanidad. De manera que, en esta analogía, el concepto de un primer analogado es atribuido a otros por la relación que mantienen éstos con el primero. Añade Cayetano que: «Esta clase de analogía puede hacerse de cuatro maneras, según los cuatro géneros de causas, llamando por ahora ejemplar a la causa formal.

Con respecto a esta analogía, Cayetano establece, en primer lugar, la siguiente condición o propiedad: sólo el analogado principal posee formalmente, y, por tanto, intrínsecamente, lo que el nombre análogo significa. En cambio, los analogados secundarios son denominados extrinsicamente, en razón de su respectividad al primer analogado. De esta primera condición se sigue esta segunda: «Aquel uno, en el que ponen su término las diversas relaciones de sus análogos, es uno no sólo según la razón significada, sino también según el número». Aquello uno que da sentido al término análogo no es algo común a todos los analogados, algo unificado con la eliminación de las distintas diferencias.

La tercera condición, que a su vez se infiere de la anterior, es que lo significado en el primer analogado entra en la definición de los segundos analogados. Como dice Cayetano: «El primer analogado se pone en la definición de los demás, según el nombre análogo, porque las demás cosas no reciben aquel nombre sino por atribución al primero, en el cual se salva formalmente su razón significada. La cuarta y última propiedad, consecuencia de la anterior, es que tal nombre análogo no tiene un significado cierto común a todos sus modos parciales, o a todos sus analogados. En consecuencia, tampoco tiene ni un concepto objetivo ni un concepto formal que abstrae de los conceptos de los analogados; sino que sólo tiene de común la palabra con la identidad del término en el que convergen las diversas relaciones». Por consiguiente, » en esta analogía hay tres elementos: la palabra, el término y la relación de lo diverso a él».

Como conclusión definitiva, establece que: » Se dicen tres cosas del nombre análogo de esta clase: esto es, que es común a todos los analogados y sólo según la palabra; que se predica propiamente del primer analogado, cuanto se enuncia sin más: y que no es anterior al primer analogado, en el cual se salva formalmente toda razón significada.

  1. PROPORCIONALIDAD

En la tercera clase da analogía, la de la proporcionalidad, la proporción, en cambio, es siempre compuesta. «Se llaman análogas según la proporcionalidad  aquellas cosas cuyo nombre es común y la razón significada por ese nombre es proporcionalmente la misma. Este concepto que expresa una semejanza de relaciones, o de proporciones, con relación a los analogados no tiene una unidad estricta, sino una unidad proporcional: «hablando propiamente más se debería decir que los conceptos del análogo son varios (…) aunque de alguna manera pueda hablarse de un concepto».

Por esto falta la unidad estricta, o formal, la abstracción del análogo de los analogados no se realiza atendiendo a notas comunes: «La abstracción del análogo, no consiste en el conocimiento de algo no conocido lo otro, sino en el conocimiento de una y la misma realidad es cierto aspecto y el no conocimiento de la misma realidad absolutamente considerada.»    La abstracción del análogo no consiste en la intelección de un carácter común, desconociendo los caracteres diferenciales, sino en la intelección de una semejanza proporcional.

La analogía de proporcionalidad se subdivide en propia y metafórica o impropia.

La proporcionalidad propia se da, cuando se toma siempre la significación del nombre, es decir, incluyendo todo lo que constituye la esencia de algo, tal como es expresado en su definición. En cambio, en la proporcionalidad impropia, metafórica o traslaticia, algún significado contiene sólo un efecto u operación derivada de la esencia; y, por tanto, sin incluirla formal e intrinsicamente.

Por ello, considera que la analogía de proporcionalidad propia es la única que es verdaderamente analogía y es la que utilizó Aristóteles. Solamente este tipo de analogía permite que un concepto signifique diversos analogados según lo que conviene formal e intrinsicamente a todos ellos.

  1. ATRIBUCION INTRINSICA

En sus primeros escritos S. Ramírez, que seguía esta división de Cayetano de la analogía y su interpretación del texto de Santo Tomás citado, también consideraba que la analogía por excelencia era la analogía de proporcionalidad. No obstante, afirmaba que la de atribución era también necesaria, porque no es posible que con sólo la analogía de proporcionalidad propia la Metafísica ascienda a Dios, se requiere igualmente la de atribución. Frente a Silvestre de Ferrara y F.A.Blanche, niega Ramírez que en la analogía de proporcionalidad se dé un analogado supremo. En esta analogía no hay una unidad de orden como en la de atribución, sino de proporcionalidad.

También Penido defiende la analogía de proporcionalidad propia establecida por Cayetano, sosteniendo que a veces se dan casos de analogía mixta, o de coincidencia material con la analogía de atribución.

A la doctrina cayetanista se opone verdaderamente la elaborada por Francisco Suárez, porque sostiene que toda proporcionalidad es metafórica, implicando cierto carácter extrínsico. La analogía metafísica es, por tanto, la atribución, aunque considerada como intrínseca. Al no admitir la analogía de proporcionalidad, cuya razón análoga se da intrisicamente en todos los analogados, Suárez divide a la analogía de atribución en extrínseca e intrínseca.

Según Suárez, en esta nueva analogía el concepto análogo se realiza con orden de prioridad y posterioridad, de manera que en el primer analogado  esta de una manera plena y principal y, en cambio, en los analogados secundarios está de una manera definida y derivada; pero, además, el concepto análogo se realiza intrínsecamente en todos los analogados. La analogía de atribución intrínseca es, por consiguiente, según la intención y según el ser.

Al no aceptar la analogía de proporcionalidad y substituirla por la atribución intrínseca, Suárez no tiene la necesidad de defender una unidad proporcional del concepto del ente, sino que puede mantener su unidad estricta, sin renunciar a la analogía.

Reconoce Suárez, por tanto, que no puede darse una unidad absoluta del concepto de ente sin caer en la univocidad. Cuando se ve obligado a distinguir entre unívoco y análogo, no tiene más remedio que recurrir a la unidad proporcional, con lo que parece abandonar, en este pasaje, el campo que había conquistado frente a Cayetano y a sus seguidores.

Pretende mantener la analogía afirmando  al mismo tiempo la unidad formal del concepto ente, tal como intenta Suárez, supone adoptar una vía media entre la posición de Cayetano y la de Duns Scoto, que están enfrentadas. Las tres posiciones, procurando ser fieles a la doctrina de Aristóteles, expresan tres tesis distintas. Para Cayetano, el concepto de ente no es un género, ni por ello es unívoco, sino análogo con analogía de proporcionalidad propia; y por consiguiente, no puede tener una unidad formal, sino únicamente proporcional. La Tesis suáreciana no implica tampoco una posición monista o la afirmación  de la unidad real de las cosas mismas. Estas continúan siendo diversas, aunque expresadas en un único concepto de ente, que posee una unidad estricta propia, pero confusamente precisiva respecto de sus inferiores.

  1. PROPORCION Y PROPORCIONALIDAD INTRINSECAS

La oposición del suarismo al tomismo parece que llevó a los cayetanistas a una postura exclusivista, en la que no se atendió más que a la analogía de proporcionalidad. En la Summa Theologiae, tratando el significado del analógico de los nombres que se predican de Dios y de las criaturas, indica Santo Tomás que: «es imposible que algo que predique unívocamente de Dios y de las criaturas(…) pero tampoco de un modo equívoco(…) tales nombres se dicen de Dios y de las criaturas según analogía, esto es, proporción(…) Y de este modo se dicen de Dios y de las criaturas analógicamente, y no de modo puramente equívoco, ni tampoco unívocamente».

En otro pasaje de la Summa contra Gentiles, tratando la misma temática, además de inclinarse por la analogía de atribución parece incluso que niegue que entre Dios y las criaturas se de una analogía de proporcionalidad. A pesar de estos textos problemáticos, que muchas veces han recibido una interpretación forzada, en el tomismo se ha continuado defendiendo la analogía del ente como analogía de proporcionalidad, y algunos, como Ramírez y Penido, reconocen que se da también una analogía mixta, o una coincidencia material con la analogía de proporción o atribución.

Probablemente con la intención de superar la oposición de las distintas posiciones cayetanistas con la de Suárez, se ha llegado a admitir en el tomismo la existencia de una analogía de atribución intrínseca, introducida por el mismo Suárez en la división de la analogía. Esta nueva interpretación del pensamiento de Santo Tomás la inició S. Ramírez en 1953, al explicar el sentido del famoso texto del Comentario al libro de las sentencias sobre la analogía.

Del examen de este pasaje citado de Santo Tomás, concluye que no hay en él referencia alguna a la analogía de proporcionalidad, en contra de la interpretación clásica de Cayetano, y que él mismo había seguido. Esta nueva interpretación la justifica Ramírez examinado el contexto de este pasaje. En la cuestión a la que pertenece se trata de la naturaleza y de las condiciones de la verdad, y en su artículo segundo Santo Tomás se pregunta por la analogía de las verdades creadas respecto a la verdad increada.

La analogía del ente, para Santo Tomás, es, por tanto, la analogía de atribución intrínseca y también de la proporcionalidad propia, porque  desde la primera es posible establecer ésta. A veces Santo Tomás, recuerda Ramírez, no afirma la analogía de atribución entre Dios y las criaturas, tal como hace en el texto examinado del De Veritate, porque la proporción que se da entre Dios y los entes creados es de una distancia infinita, y, por tanto, distinta de cualquier otra analogía de atribución.

  1. UNIDAD DE ORDEN

Después de estos últimos estudios de Ramírez, de la primacía de la analogía de la atribución intrínseca sobre la analogía de proporcionalidad, se ha pasado a la afirmación de la analogía del ente como analogía de atribución intrínseca exclusivamente. En la De Veritate, obra inmediatamente posterior, Santo Tomás rechazaría esta analogía, substituyéndola por la analogía de proporcionalidad. En las otras obras posteriores (Summa contra Gente, De Potentia, Summa Theologiae y Compendium Theologiae), Santo Tomás seguirá la línea iniciada en el Comentario a las Sentencias, es decir, opta otra vez por la analogía por referencia a un primero, o de atribución, rechazando la analogía de proporcionalidad, o por relación a un tercero, y, por tanto, a la afirmación de una forma común que engloba a Dios y a la criatura.

El motivo es que ahora, para mantener la semejanza entre las criaturas y Dios, no necesita recurrir ni a la imitación deficiente, ni a la posesión de una misma forma, pues le basta el sostener que Dios es ser por esencia y las criaturas por participación. Después del De Veritate, cuya doctrina sobre la analogía era una «solución provisional». Santo Tomás utilizó siempre esta analogía de atribución, que implica que el ente se diga «per prius» de Dios y «per posterius» de las criaturas.

Por ser el concepto de ente análogo con analogía de atribución intrínseca no tiene una unidad que abarque a Dios y a las criaturas, o la substancia y los accidentes, en el orden predicamental. El concepto de ente no engloba: «una diversidad pura, pues entonces el concepto de ser sería equívoco; pero sí una diversidad real, porque el ser es el accidente y la sustancia, la criatura y Dios, y una diversidad ordenada, ya que los accidentes dependen de la sustancia y las criaturas de Dios.

Esta relación permite pasar del conocimiento de uno al del otro, porque es intrínseca. Esta unidad no es la unidad proporcional, defendida por Cayetano, ni se abstrae del modo explicado por este último, es una unidad de orden, una unidad de casualidad y participación.

  1. PROPORCIONALIDAD INTRINSECA Y PROPORCION EXTRINSECA

Para la valoración de todas estas interpretaciones de la doctrina de la analogía del ente de Santo Tomás, parece necesario tener en cuenta las siguientes observaciones: en primer lugar, que la analogía de atribución es siempre extrínseca, porque relaciona  a Dios con las criatura a través de lazos casuales; pero, como hace notar Cayetano.

En segundo lugar, Cayetano, siguiendo a Santo Tomás, admite el uso de las dos analogías, la de proporcionalidad propia y la de atribución extrínseca, en el sentido formal, que no excluye su coincidencia material. Por último, que las interrogaciones sobre la primacía de la analogía de atribución, tanto extrínseca como intrínseca, desvían la atención de lo nuclear del problema. Esta distinción fundamental hace que, como explica Santo Tomás: «la proporción «Dios existe» en sí misma sea evidente, porque en ella el predicado se identifica con el sujeto, ya que Dios es el mismo ser; pero con respecto a nosotros, que desconocemos la naturaleza divina, no es evidente, sino que necesita ser demostrada por medio de cosas más conocidas de nosotros, aunque por su naturaleza sean menos evidentes, es decir , por sus efectos».

Partiendo de este presupuesto, F. Canals hace notar que la Metafísica debe ciertamente, desde la unidad radical del ser divino, explicar la diversidad de estructuras y grados en el ente. Tal alusión a Dios supondría el postular gratuitamente su existencia y también su infinitud fontal, fundante de todos las perfecciones finitas.

Pero, si en lugar propio de utilización de la analogía es en el tratado de la división del ente, en este infinito y «a se’ y en ente finito, contingente y «ab alio» que ya habría sido adquirida anteriormente, se presupondría una anterioridad del conocimiento divino sobre la aclaración de la estructura de los trascendentales por la analogía. La analogía, en este caso, perdería su carácter de instrumento metódico fundamental, y la misma Metafísica perdería su formalidad ontológica, convirtiéndose en una explicación «óntica», pues explicaría un ente (la criatura) por otro ente (Dios) y no en cuanto a ente.

Parece, por tanto, que la analogía sólo podría entonces ser utilizada por la Teología sobrenatural, o «Sacra Doctrina» porque parte de Dios y explica todas las criaturas «en orden a Dios». De manera que si la analogía es calificada de metafísica lo sería en cuanto a la Teología sobrenatural.

No obstante, ni en este empleo correcto de la analogía de atribución desaparece la analogía de proporcionalidad, ni, en sentido estricto, la primera tiene una primacía sobre la segunda. Porque se constata que, mientras la intencionalidad de las afirmaciones teológicas denominan a las criaturas desde Dios.

En este sentido el «teólogo» utiliza también, y previamente a la analogía de atribución, la de proporcionalidad propia. Aunque únicamente para dar razón del modo humano de concebir a Dios en su realidad. Además, en la Metafísica, debe reconocerse la primacía de la analogía de proporcionalidad sobre la de atribución, porque, como indica también Canals: «sin esa concepción analógico proporcional, no sería realizable el ascenso conceptual a Dios.

La Teología natural. afirma la posibilidad de un conocimiento racional humano de Dios como causa del ente, demostrada su existencia y estudiada su esencia quedaría incompleta si no se tratara los conceptos trascendentales expresando la dependencia de las criaturas. Según esta aclaración de Canals, la metafísica, por consiguiente, mediante la analogía de proporcionalidad propia, que es intrínseca, «asciende» hasta Dios; después, en una segunda operación, «desciende» desde El hasta las criaturas, estableciendo lazos de relación causal, y, por esto, utiliza también la analogía de atribución, que es extrínseca.

Estructura de la metafísica

  1. AGNOSTICISMO METAFISICO

Anticipándose a una de las preocupaciones temáticas del existencialismo, miguel de Unamuno escribía, en 1913, que la única cuestión importante y el verdadero problema es el de la muerte, o el hecho de que cada hombre sabe que tiene que morir y, sin embargo, quiere continuar viviendo. Su posición es precursora de las corrientes existencialistas, en la  afirmación del sinsentido de la realidad, si no hay perduración de la vida del hombre individual y existente. Siguiendo a Kant, cuyas críticas a la Psicología racional da por válidas, declara que: «Todas las lucubraciones pretendidas racionales o lógicas en apoyo de nuestra hambre de inmortalidad no son sino abogacía y sofistería».

La problemática originada por el ansia de inmortalidad del ser humano y la oposición de su inteligencia le conducen a la cuestión metafísica de Dios. Asumiendo las críticas kantianas a las demostraciones de su existencia comenta: «Confieso sinceramente que las supuestas pruebas racionales – la ontología, la cosmología, la ética, etc.- de la existencia de Dios  no me demuestran nada; que cuantas razones se quieran dar de que existe Dios me parecen razones basadas en paralogismos y peticiones de principio. En esto estoy con Kant». La Metafísica no puede ascender hasta Dios, demostrando su existencia y dando una cierta noción de su esencia aunque en ningún punto puede demostrar lo opuesto.

Esta desautorización de la razón para la resolución del problema metafísico de Dios no conduce directamente al ateísmo. No se trata, sin embargo, de un agnosticismo absoluto, porque también, como en Kant, se sostiene que hay otra vía fuera de la racional para acceder a lo divino. Dios es, como afirmó Kant, un postulado, algo que no puede probarse ni refutarse, pero que es necesario admitir para que se de un hecho innegable.

En esta vía sentimental o volitiva no se demuestra que exista realmente Dios, sino que se quiere que exista para que el hombre pueda continuar existiendo. A diferencia del camino racional , en el que, por no alcanzarse realmente a Dios, puede afirmarse que no existe, en el sentimental no es posible la supresión del deseo de Dios. A esta peculiar metafísica unamuniana podría precisársele, en primer lugar, que el anhelo básico y fundamental del hombre no es el de la mera inmortalidad personal, sino lo que se ha denominado, también desde un enfoque existencialista, «afán de plenitud subsistencial». En segundo lugar, debe advertirse que la concepción y la consecuente estructuración que tiene Unamuno de la Metafísica son las mismas que tuvo Kant ante sí: las propias de las doctrinas intuicionistas del conocimiento.

Desde el horizonte de la metafísica racionalista, calificada por Kant de dogmática, se sigue generalmente la división que ofreció Wolff. La Ontología estudia el ente, que sería la noción obtenida por la abstracción total, y que es concebido como mera esencia. El objeto propio de la Teología natural, o Teodicea, es Dios, al que se aplican por contracción los predicados ontológicamente comunes, descubiertos por la Ontología.

  1. LA METAFISICA ONTO-TEO-LOGICA

Heidegger, en La constitución onto-teo-lógica de la metafísica, tampoco acepta esta estructuración , propia de la metafísica racionalista, e incluso de la mayoría de corrientes neoescolásticas, porque considera que: «Sería apresurado afirmar que la metafísica sea teología sólo porque es ontología». «Dios sólo puede llegar a la filosofía en la medida en que ésta exige y determina según su esencia que Dios entre en ella, así como el modo en que debe hacerlo. Por ello, la pregunta ¿cómo entra Dios en la filosofía? nos hace retroceder a la pregunta ¿de dónde procede la constitución de la esencia ontoteológica de la metafísica?».

El carácter ontoteológico de la Metafísica se explica por la idea de fundamento, que de esta forma sería un concepto central. El concepto de fundamento se hallaría indicado con el sufijo «-logía«: «La ontología y la teología sólo son «logías» en la medida en que profundizan en lo ente como tal y lo fundamentan en el todo. Dan cuenta del ser en tanto que fundamento de lo ente, le dan razones al logos, y son, en un sentido esencial, conformes al logos, esto es, son la lógica del logos. En consecuencia, habrá que llamarlas más exactamente, onto-lógica y teo-lógica. Pensada de modo más conforme a su asunto y de manera clara, la metafísica es onto-teológica».

Con esta característica esencial de la Metafísica de ser onto-teológica es totalmente explicable que haya llegado al tema de Dios.

La metafísica occidental es ontoteológica, porque para explicar el ente común ha recurrido a fundamentarlo en Dios, un Ente supremo. Por ser la Metafísica esencialmente ontológica, o por estudiar el ente en cuanto ente, es también teológica. Dios «entra» como su fundamento. Pero además lo hace como ente, aunque sea el más alto de todos y la razón o fundamento de los restantes. La Metafísica se constituye esencialmente como una concepción unitaria y sistemática, como una unidad ontoteológica. Además de la constitución de la unidad de su objeto, Heidegger reprocha, en segundo lugar, a la metafísica ontoteológica el que sea una metafísica esencialista, porque no ha pensado la diferencia ontológica que hay entre el ente y su auténtico y verdadero fundamento, el ser. El que no se haya tenido en cuenta la diferencia ontológica es el motivo por el que se haya constituido la Metafísica en la unidad ontoteológica. El olvido de la diferencia ha originado la ontoteología. Como conclusión, a la pregunta inicial «¿Cómo entra Dios en la filosofía?», contesta Heidegger, recapitulando todo lo dicho, de esta forma: «El Dios entra en la filosofía mediante la resolución, que pensamos, en principio, como el lugar previo a la esencia de la diferencia entre el ser y lo ente. La diferencia constituye el proyecto en la construcción de la esencia de la metafísica. La resolución hace patente y da lugar al ser en cuanto fundamento que aporta y presenta, fundamento que, a su vez, necesita una apropiada fundamentación a partir de lo fundamentado por el mismo; es decir, necesita la causación por la cosa más originaria. Esta es la causa en tanto que Causa sui. Así reza el nombre que conviene al dios en la filosofía».

Se obtiene así un Dios que es un ente, entendido a la manera del ser del hombre, o según su Metafísica, no lo divino de Dios.

La propuesta de Heidegger es que, dada la insuficiencia de la Metafísica para alcanzar al Dios-divino, en este ámbito, es el silencio.

  1. LA INVESTIGACION DE LO DIVINO

Estas observaciones de Heidegger son atinadas, pero siempre que se matice su ámbito. En la Metafísica aristotélica ciertamente hay una duplicidad esencial, un nivel ontológico y otro teológico, pero se diferencian ambos.

Como la analogía se obtiene un cierto concepto de Dios, que, además, de análogo, es indirecto y limitado. Aristóteles fundamentó el acceso a lo suprasensible por la analogía, posibilitada por su doctrina de la abstracción. Por un lado. Aristóteles descubrió que el ente bo es un género. Por otro advirtió también que «el ente se dice en varios sentidos». Y, por tanto, que no es «sinónimo» en sus varios sentidos, o un término unívoco.

Es innegable que Aristóteles pudo así establecer, por primera vez, la analogía del ente. Parece incluso que precisó que se trataba de la denominada analogía de atribución, al indicar que: «el ente se dice de varios modos; pero todo ente se dice en orden a un sólo principio. Unos, en efecto, se dicen entes porque son substancias; otros, porque son afecciones de la substancia; otros, porque son camino hacia la substancia, o corrupciones o privaciones o cualidades de la substancia, o porque producen o generan la substancia, o las cosas dichas en orden a la substancia, o porque son negaciones de alguna de estas cosas o de la substancia».

Con la analogía, la Metafísica no sólo se ocupa de los elementos inmanentes del ente común, de sus propiedades y de sus modalidades, generales y particulares, sino también del ascenso a la causa propia trascendente del ente. Por la línea de la casualidad se llega a Dios, pero concebido analógicamente. La Teología no es, por tanto, una metafísica especial, como se presenta en la estructura wolffiana, porque Dios no es un objeto propio o sujeto. Dios no es, como recrimina Heidegger, un «ente» el ente primero.

La metafísica tiene un único sujeto, una única formalidad, la consideración del ente en cuanto a ente. De ahí que la Metafísica sea una ciencia única y que carezca de sentido hablar de metafísicas especiales. La metafísica de Aristóteles se puede considerar como  dividida en Ontología y Teología, pero entendiendo por la primera el tratado del ente en cuanto ente, y por la Teología, el tratado de Dios en cuanto primera causa del ente común, conservando así la formalidad ontológica. La teología es, pues, el capítulo final de la Metafísica, y ésta es siempre formalmente Ontología.

  1. UNIDAD DE LA METAFISICA

En la metafísica aristotélica, Dios no «entra» como un ente intramundano, como un ente entre los entes, o como una causa entre las causas, aunque sea «primera» e infinita. En su Comentario a la Metafísica, el Aquinate comienza precisamente haciendo coincidir la Filosofía primera, la Metafísica y la Teología o Ciencia Divina.

Todas las ciencias y artes se ordenan a una sola cosa, a saber, a la perfección del hombre, que es su felicidad; es, pues, preciso que una de ellas rija a las demás, y ésa lleva merecidamente el nombre de Sabiduría, ya que es propio del sabio el ordenar. Así como, en decir, del filósofo en la obra mencionada, los hombres dotados de inteligencia poderosa son por naturaleza jefes y señores de los demás, y los robustos de cuerpo, pero menos dotados intelectualmente, son por naturaleza siervos; de la misma manera, la ciencia que por naturaleza debe ser la reguladora de las demás tiene que ser la que es la más intelectual; y esa es la que versa sobre los objetos más inteligibles. En segundo lugar, atendida la relación entre el entendimiento y los sentidos: Como el conocimiento sensible versa sobre lo particular, la diferencia del entendimiento respecto del sentido parece estar en que el entendimiento conoce lo universal.

Por último, lo más inteligible puede significar, además de lo que permite la certeza, o adhesión firme y segura a la verdad, y de lo máximamente universal, también lo más separado de la materia, porque, la materia, constitutivo potencial, receptor de la forma, que da la razón de lo accidental individualmente, no solamente es inteligible, sino que también impide la inteligibilidad.

De acuerdo con esto, se puede estar separado de la materia de tres modos. Uno, prescindiendo de la materia señalada, o signada (materia signata), de la materia sensible individual, quedando el objeto con la materia sensible común. Otro modo es abstrayendo de la materia sensible, individual o común, lo que se denomina la materia inteligible común, o la materia sin las cualidades sensibles pero con la determinación de la cantidad.

En el último modo de separación de la materia se prescinde ya completamente de toda materia, tanto de la individual y corpórea sensible común, como de la corpórea inteligible. Los conceptos obtenidos son, así, inmateriales. Con respecto a la dependencia o independencia de la materia, sólo es posible que se den estos tres tipos de objetos.

En el Proemio del Comentario a la Metafísica, después de haber  examinado los objetos máximamente inteligibles, afirma Santo Tomás que el estudio de esas tres clases de objetos es propio, no de diversas ciencias, sino de una sola. En efecto, esas substancias separadas mencionadas son las causas universales y primeras del ente. Por lo tanto, debe pertenecer a la misma ciencia el estudio de las substancias separadas y del ente común. A continuación precisa que esta ciencia, que estudia los tres objetos examinados, tiene un único sujeto y, por consiguiente, una sola formalidad. El ente trascendental, o común, es el objeto de estudio de la Metafísica, pero, igualmente, puede afirmarse que lo es todo ente separado de la materia, tanto en el orden conceptual como en la realidad.

Por último Santo Tomás indica que esta ciencia que trata un sólo sujeto, reguladora de las demás y que puede denominarse sabiduría, es la Metafísica; pero, como trata las tres clases de objetos inteligibles señalados, tiene también tres nombres, que la designan por igual: Teología en cuanto que estudia dichas sustancias, Metafísica, en cuanto que estudia el ente común y sus atributos, Filosofía primera, en cuanto que estudia las causas primeras de las cosas.

  1. INVENTARIO DE LA REALIDAD

La Metafísica, por tener como núcleo fundamental la doctrina del ser, siendo éste acto y perfección suprema, se muestra idónea a la naturaleza del hombre; es decir, como un saber intelectual humano, pero en su grado más elevado. La Ontología, segunda sección de la Metafísica, además de la Ontología fundamental, su primer apartado, incluye un segundo, que es el dedicado al estudio del ente y al de sus propiedades trascendentales. El concepto de ente tiene, por ello, una significación analógica, es decir, no tiene una unidad estricta o formal, sino que, con relación a los analogados, tiene una unidad proporcional, en la que se contienen actual e implícitamente la diversidad de las esencias particulares.

Desde el nivel entitativo se llega al de la trascendentalidad, porque la noción de ente se extiende a lo común de todos los entes  y también a todo lo diferencial de cada uno de los entes, tanto substanciales como accidentales. Todos los conceptos, que expresan alguna esencia, no se identifican con el de ente, porque los disminuyen en su plenitud o extensión. Todos ellos se pueden incluir en alguno de otros modos particulares, del ente, que son los géneros supremos, o las diez categorías, o predicamentos. Así pues, cada uno de ellos son ente,pero no todo el ente.

La otra clase de modos es la siguiente: «Segunda, que el modo expresado sea un modo que acompañe de forma general a todo ente». Estos modos generales no lo limitan, sino que tienen la misma universalidad que el ente. No son géneros, ni se predican, por ello, como notas de las esencias. Convienen a todo ente, incluso a las mismas categorías; y en este sentido se llaman «trascendentales», por trascender al orden categorial. Son atributos, o predicados, comunes a todo ente. Se denominan generalmente propiedades, pero en un sentido analógico, porque no son accidentes propios; accidentes que deriven necesariamente de la esencia substancial. Por identificarse totalmente con el ente, los trascendentales son también idénticos absolutamente entre si. Por ello, son también equivalentes, o convertibles, en las proposiciones, es decir, pueden permutarse entre ellos como sujeto y predicado en el juicio.

Sin embargo, sus nociones correspondientes son distintas, porque cada una de ellas explícita un matiz de la noción del ente. Lo que los trascendentales explicitan del ente, y que añaden a su concepto, no es nada real porque tienen el mismo contenido real que el ente. Lo que le añaden es algo meramente conceptual o de razón. La distinción de razón con fundamento en la realidad se divide en dos clases, según el tipo de fundamento. La distinción de razón razonada perfecta, o virtual mayor. Se da cuanto uno de los conceptos contiene otro, pero de un modo indeterminado o en potencia. Esta segunda clase de distinción virtual es la que tienen los primeros conceptos o trascendentales que simplemente suponen el paso de lo implícito a lo explícito.

  1. PROPIEDADES GENERALES

     Los modos universales del ente pueden obtenerse contemplando al ente en sí mismo, o tomándolo absolutamente, o bien desde el punto de vista de su relación con los demás, o relativamente. Se inicia así el despliegue nocional de los trascendentales. En este orden conceptual, aparece en primer lugar el trascendental «res«, o cosa.

El concepto de ente, que significa la esencia que tiene ser, hace referencia directa e inmediata al acto de ser, aunque significa también la esencia. Sobre el concepto de ente se funda el principio de no-contradicción, primer principio del pensamiento y ley general del ente, porque el ente se presenta como oponiéndose contradictoriamente con el no-ente, o la nada, que es su negación pura y simple. El principio de no-contradicción es el instrumento de la constitución de la unidad. En el De Potentia, indica Santo Tomás que: «Lo primero que cae en el entendimiento es el ente; lo segundo es la negación del ente; de estos dos se sigue lo tercero: el concepto de división; En cuarto lugar se sigue en el entendimiento la razón de uno. Indica Santo Tomás, en este mismo lugar del De potentia que: «El uno es lo mismo que el ente indiviso». El ente contemplado en sí mismo, pero de un modo negativo, revela la unidad, o el ente en cuanto no dividido.

En el De Pontentia se coloca, por último, el concepto de lo múltiple. Aunque lo uno y lo múltiple se oponen como lo indiviso y lo dividido, su oposición no es contradictoria, porque la multiplicidad no es la mera negación de la unidad. Desde el concepto de la multiplicidad, que supone el de unidad, el ente, al compararlo con otro, se revela como «aliquid», como otro que, como algo, o como «divisum ab alio», como no siendo lo otro de sí mismo. A veces se considera que por su dependencia de la multiplicidad no es propiamente un trascendental, sino una propiedad de todo ente creado, y sólo en este sentido trasciende las categorías, pero que no lo es del ente en cuanto a tal. Quizás, para resolver esta dificultad, se le concibe, a menudo, como el ente en cuanto opuesto contradictoriamente al no-ente, es decir, lo que no es nada.

Si, en la relación del ente con los otros, se atiende a la conveniencia, sólo se puede dar con otro ente que pueda abarcar a todo ente, tal como ocurre con el alma, que está abierta a toda realidad. En el alma hay dos potencias: la cognoscitiva y la apetitiva. Y así la conveniencia del ente respecto del apetito viene expresada por el nombre de bueno. Mientras que la conveniencia del ente respecto al entendimiento se expresa con el nombre de verdadero.

Lo verdadero es el ente en su respectividad, o referencia, al entendimiento, y lo bueno es el ente en su referencia a la voluntad, o el ente en cuanto por ser perfecto es perfectivo.

La deducción de las propiedades trascendentales no sólo es ordenada, sino también gradual: cada una de ellas supone la anterior en cuanto a su fundamentación. En el catálogo de los conceptos trascendentales del comienzo del De Veritate, con el bien, Santo Tomás termina su enumeración. En otros muchos lugares, e incluso en esta misma obra, como se advierte en el último texto citado, rebaja los seis trascendentales (ens,res, unum, aliquid, verum y bonum) a cuatro. Probablemente no nombra a la «cosa», porque, por significar la esencia, no le añade algo al concepto de ente, sino que lo reduce. Por el mismo motivo, no aparece en ningún elenco la belleza.

En el tercer apartado de la Ontología se estudian los predicamentos, o categorías, los otros modos del ente, contenidos también en él de manera implícita, pero particulares, y , por ello, que disminuyen su amplitud. En este tercer apartado, es preciso también incluir el análisis de los grados de perfección de la escala de los entes. No son géneros supremos o categorías. Sin embargo, tampoco son conceptos trascendentales. Un cuarto y último apartado de la Ontología debe dedicarse a las conexiones causales, porque, después del examen del ente, de sus propiedades trascendentales y sus estructuras, es preciso examinar la causalidad, es decir, el ente como causa, o el ente en su aspecto dinámico.

  1. EL CONOCIMIENTO RACIONAL DE DIOS

En la tercera sección de la metafísica, la teología natural, también la analogía, instrumento metódico para el estudio del ente, permite la ascensión hasta un cierto conocimiento de Dios, quedando así asegurada la trascendencia divina en relación al conocimiento del hombre. De Dios, más propiamente sabemos lo que no es que lo que es. No obstante, nuestro conocimiento no es meramente negativo, porque la vía ascendente utilizada para demostrar que Dios existe, conduce a algún conocimiento de la esencia de Dios en el orden racional.

No hay que pensar que, por ello, estos atributos sólo digan que Dios es la causa de las perfecciones, tal como afirmaba Maimónides, porque poseen un contenido significativo, aunque éste no tiene el mismo sentido que el predicado a las criaturas, pero tampoco es totalmente distinto. Los atributos son predicados de Dios analógicamente.

Los atributos que pueden atribuirse a Dios, con este sentido analógico, pero de una manera positiva y substancial, son los que significan perfecciones en sentido absoluto y simple, esto es. En que se renuevan las condiciones de finidad y composición con que se encuentran en las criaturas.

En el apartado de la Teología natural, que tiene por objeto la esencia de Dios, y que sigue a su primer apartado. La naturaleza divina da razón no sólo de los atributos conocidos emanados inmediata y mediatamente de ella, los atributos entitativos, sino también de sus operaciones, los atributos operativos, tanto los inmanentes como los transeúntes.

Un último y cuarto apartado de la Teología natural, que podría denominarse «Dios y el mundo», tiene que estudiar la naturaleza metafísica de la creación. Partiendo de la contingencia del mundo, la inteligencia humana, según Tomás, llega a la afirmación de que las cosas han sido creadas por Dios, de que son efectos de su causalidad creadora.

La participación de los entes del ser implica no sólo la analogía, sino también la creación, es decir, que de ser ente por participación se sigue que ha de ser causado por otro. De esta dependencia de las criaturas en el orden entitativo se deriva su dependencia en el operativo. Esta primacia de la causalidad divina no excluye que las causas segundas posean una actividad propia, porque Dios comunicó a las cosas creadas su bondad, de manera que una de ellas pudiese transfundir a otra lo que recibió.

Santo Tomás asumió el ejemplarismo agustiniano que suponía la conservación de las ideas eternas de Olatón, de las que las perfecciones de las cosas son un reflejo, pero con la negación de su subsistencia en sí mismas, ya que implicaría la creación del mundo por parte de Dios regulado por un modelo extrínsico a él.

Las ideas ejemplares las coloca San Agustín en la mente divina, pudiendo así conservar el carácter racional de la creación. Santo Tomás también afirma la existencia de las ideas, pero igual que San Agustín las coloca en la mente divina. Este ejemplarismo tomista, al integrarse en la metafísica aristotélica, resuelve el problema de la compatibilidad de las ideas divinas con la simplicidad  de Dios. Para una adecuada comprensión de la creación, hay que tener en cuenta también que, como enseña Santo Tomás, la idea en cuanto idea, lo inteligible en tanto inteligible, no puede causar nada.

La potencia creadora de Dios no puede atribuirse a su sola inteligencia, pues: «la ciencia en cuanto ciencia no dice razón de causa activa, como tampoco la forma en cuanto es forma. La tesis de que el bien es difusivo de sí mismo, que Santo Tomás toma del Pseudo-Dionisio, aunque corrigiendo su tendencia al emanatismo plotiniano, le permite explicar el motivo de la creación y de la participación del bien, Dios, Ser Subsistente, Acto puro, y, por lo mismo, Bien infinito, y, por tanto difusivo, crea dando su bien. Lo hace poniendo en las criaturas la estructura que les da la capacidad de participarlo por semejanza. Otorga, por consiguiente, el bien que participan y la capacidad de poseerlo.

Al crearlos, Dios hace los entes capaces de perfección, que tienen así la capacidad de poseerla, de participarla, además de darles la perfección que difunde. Por ser la creación una comunicación de perfección, el bien tiene una primacía en el orden de la causalidad. Sin embargo, Santo Tomás no considera que la tengan absolutamente, porque el mismo bien se fundamenta en el acto de ser.

Metafísica y persona

  1. METAFISICA Y HUMANISMO

El estudio del hombre y de la persona está a cargo de varias ciencias, tanto experimentales como las llamadas ciencias humanas. Las ciencias sólo nos ofrecen aspectos parciales del ser humano ya que no pueden penetrar hasta la interior y profunda esencia de su realidad y explicar sus causas últimas. Este saber sobre el hombre, que da sentido a todos los conocimientos parciales, lo proporciona la Metafísica.

La sabiduría metafísica ofrece una visión integral del universo y también del ser humano. Al explicar cómo es y cómo debe ser el hombre, la Metafísica, o sabiduría humanística, contribuye al desarrollo de la persona en orden a su perfección.

  1. EL PERSONALISMO

Igual que el pensamiento antiguo, el contemporáneo no ha permanecido ajeno al tema del hombre, incluso a veces se ha vislumbrado algo del valor humano, pero casi siempre se ha silenciado su dimensión personal. Unicamente el personalismo contemporáneo, aunque queriendo entroncar con toda tradición filosófica cristiana e incluso teológica, parece considerar al hombre como persona y exaltar el valor de esta categoría sobre todas los demás seres, que son,por tanto, impersonales.

Según los personalistas, ni la Ciencia, ni la Filosofía, pueden comprender a la persona, porque no es ni puede ser un objeto, como las otras realidades. Ser persona , para el personalismo, en general, no es poseer unas características esenciales propias, que permitan actuar al hombre libremente, de un modo personal; significa obrar de tal manera que el individuo mediante  sus actos devenga persona, que es así algo que hay que conquistar por sí mismo, y , por tanto, una autocreación. Según la concepción general del personalismo, el hombre en cuanto tal es un individuo, una mera parte de la especie humana, que carece de originalidad y «autenticidad». En cambio, cuando el hombre «opta» por hacerse persona -según unos, con una opción de tipo intelectual, y otros, de tipo voluntarista-, y lo consigue, deja de ser vulgar.

El hacerse persona requiere un gran esfuerzo, raya en la heroicidad, y exige una vigilancia continua, porque no solamente se conquista arduamente el ser personal, distinto del ser mero individuo, sino que hay que mantenerlo.

Si el hombre se comporta como individuo, además de no ser libre y quedar centrado en sí mismo, añade Maritain, dejará de ser auténticamente persona. Con esta reducción del tema de la persona a la ética, el personalismo no explica lo que es la persona, ni mucho menos ofrece una metafísica de la misma. Incluso los personalistas declaran a menudo que no es posible hacerlo, ni estudiar la persona metafísicamente.

Respecto a la distinción entre individuo y persona, hay que advertir que todos los hombres, sólo por ser hombres, son personas, y, poseen, por ello, una gran dignidad. Además, no es posible que el hombre deje de serlo, porque es persona esencialmente.

Todo hombre, siempre y en cualquier circunstancia, condición o etapa de su vida, es persona. Lo único que puede ocurrir es que no se comporte como persona, que no actúe de acuerdo con su ser personal. Además, si la persona, en tercer lugar, no es, sino que se hace, podría desprenderse que en muchos momentos de su desarrollo vital el ser humano no es persona, y, por tanto, que es una «cosa». También se seguiría, por último, de la doctrina personalista que habría diferentes categorías de personas en el mismo orden metafísico, porque no se daría el mismo nivel en las acciones personalizadoras, que podrían ser clasificadas en distintos grados.

  1. LA PERSONA Y EL SER

Santo Tomás, en cambio, trató la temática de la persona desde un enfoque metafísico, tal como también hicieron la mayoría de los filósofos cristianos medievales, e igualmente los continuadores de la escolástica. Para establecer la esencia metafísica de la persona, o su constitutivo formal, y hallar todas las propiedades esenciales que emanan de lo que la constituye en cuanto a tal, Santo Tomás parte de la definición  clásica de persona de Boecio: » La persona es la substancia individual de naturaleza racional«. Explica, a continuación, que en ella está indicado, en primer lugar, que la persona es un ente concreto y singular , es decir, que es un individuo, expresado metafísicamente con el término substancia individual.

Se sigue de esta característica que el alma humana no es persona ya que como indica Santo Tomás. El alma no es persona porque no es todo el compuesto substancial humano, sino una substancia individual incompleta. El alma separada del cuerpo, aunque es incorruptible e inmortal, por ser un espíritu, o substancia inmaterial, intelectual e inteligible, por no ser el hombre completo, no puede denominarse persona. La vida del alma sin el cuerpo queda, por ello, profundamente afectada. La muerte no es la mera corrupción del cuerpo, que permite al alma continuar viviendo como si la muerte no le afectase. Con ella muere el hombre, la persona completa, no sólo el cuerpo, y, aunque el alma no se descompone, o destruye sufre también la muerte.

Hay que advertir, asimismo, que la persona es un todo completo, porque aparte de ser un ente substancial incluye también entes accidentales. Hay que entender la definición de Boecio expresando no sólo que la persona es completa en el orden esencial, sino también en el entitativo. Todo ente substancial subsiste, existe en sí y por sí, o está presente en la realidad de este modo, porque posee un ser propio.

Los entes, por tanto, participan del ser, y según una cierta medida de participación que es su esencia. De manera que, los entes que no viven es porque no son tan perfectamente como los vivientes, o porque participan del ser de un modo más perfecto. La persona, como todo ente substancial, incluirá la esencia y el ser. Por consiguiente, la persona, a que se refiere la definición de Boecio, es lo constituido intrínsecamente por una esencia substancial individual y un ser propio o proporcionado a ella.

Además, si el ser es el constitutivo formal del ente, también lo será de la persona. La doctrina de la persona de Santo Tomás no sólo difiere de la personalista en la manera de acceder a su estudio, que es estrictamente metafísico, y, por tanto, también en la determinación de su constitutivo formal, que se afirma que es el ser y no la libertad. Se diferencia asimismo del personalismo en que no establece la distinción, ni oposición, entre persona o individuo.

  1. LA DIGNIDAD PERSONAL

Según esta explicación de Santo Tomás de la definición de Boecio, la persona es un individuo, un ente substancial completo en todos los sentidos, incluido el entitativo, pero un individuo cuya naturaleza es racional. Persona significa lo que es lo perfectísimo en toda la naturaleza: a saber, lo subsistente en la naturaleza racional, es de la máxima dignidad subsistir en la naturaleza racional, por esto todo individuo de naturaleza racional es dicho persona.

Según este tipo de afirmaciones «persona» es el nombre que se da a los subsistentes de naturaleza racional, y, por tanto,la persona es un ente substancial, o substancia primaria, puesto que la substancia primera es la única que subsiste. El término «persona» no significa un concepto universal de naturaleza. No es un predicado que atribuya «naturaleza racional». Ciertamente, el nombre «persona» tiene, desde el aspecto lógico, un significado universal, en cuanto se puede suponerlo en muchos sujetos, en todos los entes personales; pero en sí mismo no es un concepto objetivo, no significa una naturaleza universal que se diga de muchos.

Es totalmente imposible, por tanto, separar la persona del individuo. Podría pensarse, sin embargo, que se da un cierto tipo de distinción entre el individuo y la persona, porque, según la misma definición de Boecio, la persona es un individuo racional y los demás entes son meros individuos. Tampoco se da esta definición entre ambos, porque el individuo no es un género, del que la persona sea su especie, ni la racionalidad es una diferencia específica.

Si la dignidad de las personas no tuviera su origen en su ser propio, en una participación superior del ser, sino en alguna determinación esencial, como la racionalidad, sería fácil negar que es común a todos los hombres. La noción de persona, igual que los otros grados de perfección de la escala de los entes, no es un concepto trascendental, o de máxima extensión no genérica, y, por tanto, trasciende los géneros supremos, o categorías. Sin embargo, tampoco puede incluirse en ninguno del ente predicamental.

La persona, por su ser propio, un ser participado en mayor medida que los restantes entes y que la constituye como persona, posee varios atributos, o propiedades, exclusivos, como el entendimiento, la voluntad y la libertad entre otros. También tiene su raíz u origen en el ser personal el que la persona sea, tal como la caracterizaba Bofill: «un ente capaz de ser un fin en si mismo», y, en consecuencia, «un ente capaz de ser amado por sí mismo».

Sólo en el nivel entitativo de la naturaleza racional, los subsistentes en cuanto tales tienen un interés por sí mismos. Unicamente en el grado personal de la escala de los entes hay una primacía de la substancia primera. Si las obras de arte tienen interés por sí mismas, en su individualidad, de manera que no son intercambiables entre sí, ni se realizan para que haya un individuo de la especie más, es porque, al ser expresiones de un genio creativo humano, de una persona, de un pueblo, o de una actitud común, llevan el sello de lo personal. Por ser un fin en sí mismas, y , por tanto, únicas e irrepetibles, las personas son dignas de ser nombradas por su propio nombre. Es muy difícil de concebir que los seres humanos sólo tuviesen un número, que indicase el orden entre humanos, o simplemente de cualquier numeración, salvo que se hubiese caído en una tremenda aberración moral o psicológica.

El término persona nombra, por tanto, lo mismo que los nombres propios de los seres humanos, no la naturaleza humana, como hace «hombre»; aunque tiene además la posibilidad de significar indeterminadamente a todos los individuos personales. 

  1. VIDA Y COMUNICACION

Cada uno de los hombres tiene su vida, en un sentido totalmente distinto en que tienen vida los vegetales o los animales, y que no sólo es el grado de vida racional, entendida como un grado de ser universalmente poseído. La vida propia o personal es aquella sucesión de acciones, o acontecimientos asumidos en el pasado, y con actitud expectante en el futuro. Esta serie sucesiva de sucesos es la que caracteriza al ente personal.

Esta «memoria de sí», núcleo central de la conciencia, es la autoconciencia, o mismidad, que pertenece al ser del espíritu. Por la memoria de sí, el espíritu se posee. La vida propia del hombre es la vida personal. Por ello, las personas, a diferencia de otros vivientes, tienen una vida biográficamente descriptiva de la cual merece la pena ocuparse y comprenderla. En las biografías no se determinan las características, o propiedades, universales del hombre, sino que se intenta describir la vida de un hombre individual, de una persona.

La vida de una persona es la que posibilita el amor de amistad, porque, como indica Santo Tomás: «toda amistad se funda en alguna comunicación en la vida humana». El amor de amistad requiere la posibilidad de esta comunicación de vida, de vida personal.

Los distintos grados que admite la amistad se fundan en la mayor o menor compenetración entre los amigos, en su más o menos perfecta comunicación o convivencia. Solamente puede tenerse amistad con las personas, y precisamente por su vida personal. El amor de amistad, que sólo puede tenerse a las personas, se relaciona con otros dos tipos de amor volitivo: el amor de concupiscencia y el amor de benevolencia. El amor de concupiscencia es «querer un bien» para sí, es decir, algo deleitable o útil, que perfecciona la vida personal.

El término latino «concupiscere» significa desear, pero en el lenguaje posterior adquirió una connotación de desorden. La persona es un ente que por naturaleza requiere, además del amor de deseo, el amor de benevolencia , amor de entrega y desprendimiento, completamente desinteresado, en el que sólo se busca el bien de lo amado; y también el amor de amistad, que añade a la benevolencia recíproca la unión afectuosa, el que afectivamente  su sujeto se transforme en el amigo, aunque real y efectivamente ambos continúen conservando su propio ser.

Según las explicaciones de Santo Tomás, se podría definir la esencia completa del amor de amistad diciendo que es un amor de benevolencia recíproco entre personas, causado por su semejanza en un bien; amor, que es una unión afectuosa de una persona con otra, que ocasiona una mutua inhesión afectiva entre ellas y una comunicación de vida personal.

El amor de concuspicencia debe trascenderse en un amor de benevolencia y de amistad. El amor de concuspicencia sólo es estéril. Si únicamente se desean bienes para uno mismo, no se consigue nunca la felicidad. Tampoco se satisfaría nunca el deseo natural de poseer a Dios de la persona humana si ésta sólo amase a Dios para sí, por los bienes naturales que va recibiendo, y no se trascendiese a amarle como Bien en sí mismo y Bien para los demás.

El amor de deseo para sí, el amor de concuspicencia, no es ilícito, pero sin el amor de benevolencia y el amor de amistad, o sin amor de caridad, no hace feliz ni es perfeccionante. La persona tiende por naturaleza y aspira constitutivamente, por ello, a ser feliz, a ser perfecto, y tal aspiración es un amor de concuspicencia, un amor de deseo para mí.

Esta dimensión, profundamente intrínseca al ente personal, de aspiración a la perfección y a la felicidad, y, por tanto, al conocimiento de la verdad, a la virtud moral, a la convivencia con los demás, y, en definitiva, al bien, por la que se quiere lo bueno para sí mismo, debe trascenderse, para no ser desordenada con el querer lo bueno para los otros. Se puede, también, definir  el amor de amistad, tal como hace Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, como mutua benevolencia y comunicación en las operaciones de la vida personal.

En el amor de amistad no basta la benevolencia. La amistad se da cuando un amigo puede decir del otro: mitad de su alma; cuando puede decir que vive la misma vida, en cuanto que se han hecho uno en el afecto y desean compartir lo más posible la vida del modo que les sea competente.

Para Santo Tomás es imposible el amor de amistad sin que de él aparezca el deseo de la comunicación. En la caracterización dada de la persona por la amistad, como aquel ente que es capaz de amar con amor de amistad, indica, por tanto, que la persona es apta para llamar a otra, o corresponder a su llamada, para entrar en comunicación de vida, es decir, de comunicarse en las operaciones de la vida personal con otros entes personales.

Tal «definición» no expresa el constitutivo formal de la persona como se ha dicho, pero sí algo que sólo se encuentra en las personas y sólo las personas son capaces de vivir.

Es posible solamente tener amistad con las personas, y precisamente por su valor de persona. Los seres impersonales únicamente pueden ser objeto de amor de concuspicencia.

  1. PERSONA Y PERFECCION

La dignidad máxima de la persona, del subsistente en naturaleza racional, del ente irreductible a cualquier otro nivel de entidad, por su estructura ontológica de espiritualidad, de racionalidad, de libre albedrío, en definitiva, por un modo de ser, que le confiere tal dignidad, es expresado por Santo Tomás en muchos lugares. En uno de ellos, ya citado, al principio de su Comentario a la Metafísica, de Aristóteles, en el Proemio, se dice: «Todas las ciencias y las artes se ordenan a algo uno, a saber, a la perfección del hombre, que es su felicidad. Se advierte claramente que en el texto «hombre», a quien se atribuye la perfección, o plenitud de vida, no indica al género humano, la humanidad, ni, por tanto se habla de la perfección de la humanidad en sentido específico, sino a los hombres singulares, a las personas, que son quienes quieren ser felices.

La felicidad de los entes personales, su plenitud de bien, es aquello a lo que tienden todas las ciencias y artes humanas. La perfección a que se refiere, de un modo inmediato, este profundo mensaje de Santo Tomás, es la felicidad intratemporal, pues la ciencia y el arte se ordenan a que el hombre sea feliz en este mundo. El universo ha sido creado en orden a la felicidad de los entes personales y asimismo la Providencia divina se ocupa de dirigir las acciones singulares de las personas, ya que, indica también Santo Tomás: «en la criatura racional vemos muchas acciones para las cuales no basta con la inclinación de la especie, los actos personales de la criatura racional son propiamente aquellos que proceden del alma racional». Lo sensible se ordena a lo racional como a su fin y es más común; pero si es más perfecto lo racional, que es menos común, no es por este último motivo, sino porque entitativamente la razón procede del espíritu , o de su vida, por esto lo sensible es un medio respecto a él.

En la vida cristiana es a la inversa. Lo menos común se ordena como medio a lo más común, que es su fin. Lo que hay menos como los «carismas», «ministerios» y «estados de perfección», por estar al servicio, o ser instrumento de la comunicación de la gracia santificante, está ordenado a lo que es común. Porque sólo es fin la gracia santificante, que, aun siendo lo más común, es más perfecta e importante que las gracias gratis dadas.

La comparación entre lo más común y lo menos común en el orden natural, y lo más común en el sobrenatural, no es válida, porque no es siempre la escasez, o menor cantidad, lo que revela una mayor perfección sobre lo que es abundante, sino el ser fin respecto a unos medios.

En el mismo plano natural, tampoco se cumple siempre que lo menos común es lo más perfecto, tal como en cambio parece seguirse de la objeción. La máxima dignidad para el hombre, en el orden sobrenatural, es estar en gracia de Dios, y, en el orden natural, es ser persona.

Desde ideologías que se apoyan en sistemas especulativos, que niegan la realidad personal y el consecuente libre albedrío, parece, no obstante, admitirse y reclamarse la moralidad. Igualmente, aunque se hable mucho de derechos humanos, no se explica por que el hombre tiene derechos. Si no se admite la realidad personal humana, no se comprende que el hombre tenga  derecho alguno, por más que se pretendan fundamentar en un convencionalismo.

No ocurre así en Santo Tomás, el gran constructor especulativo de una metafísica del hombre, que justifica su dignidad personal. La persona tiene el ser de un modo, o grado, que sólo ella puede poseer. De ahí que la metafísica de la persona de Santo Tomás tenga un gran valor actual.

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