WEBER. ¿QUÉ ENTENDEMOS POR POLÍTICA? Apuntes de la Universidad de Barcelona, 1996.

Weber: ¿Qué entendemos por política? 

¿Qué entendemos por política? El concepto es extraordinariamente amplio y abarca cualquier género de actividad directiva autónoma. ¿Pero, qué es, desde el punto de vista de la consideración sociológica, una «asociación política»? Tampoco es éste un concepto que pueda ser sociológicamente definido a partir del contenido de su actividad. Apenas existe una tarea que aquí o allá no haya sido acometida por una asociación política y, de otra parte, tampoco hay ninguna tarea de la que pueda decirse que haya sido siempre competencia exclusiva de esas asociaciones políticas que hoy llamamos Estados o de las que fueron históricamente antecedentes del Estado moderno.

El Estado, como todas las asociaciones políticas que históricamente le han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre hombres que se sostiene por medio de la violencia legítima. En principio existen tres tipos de justificaciones internas, de fundamentos de la legitimidad de una dominación. En primer lugar, la legitimidad de la costumbre consagrada por su inmemorial validez y por la consuetudinaria orientación de los hombres hacia su respeto. Es la legitimidad tradicional. En segundo término, la autoridad de la gracia, la entrega puramente personal y la confianza, igualmente personal, en la capacidad para las revelaciones, el heroísmo u otras cualidades de caudillo que un individuo posee. Es la autoridad carismática. Tenemos, por último, una legitimidad basada en la «legalidad«, en la creencia en la validez de preceptos legales y en la «competencia» objetiva fundada sobre las normas racionalmente creadas; una dominación como la que ejercen el moderno «servidor del Estado» y todos aquellos titulares del poder que se asemejan a él.

Es evidente que, en la realidad, la obediencia de los súbditos está condicionada por muy poderosos motivos de temor y de esperanza y, junto a ellos, también por los más diversos intereses. Toda empresa de dominación que requiera una administración continuada necesita, de una parte, la orientación de la actividad humana hacia la obediencia a aquellos señores que se pretenden portadores del poder legítimo y, de la otra, el poder de disposición, gracias a dicha obediencia, sobre aquellos bienes que, eventualmente, sean necesarios para el empleo del poder físico: el equipo de personal administrativo y los medios materiales de administración.

Para el mantenimiento de toda administración por la fuerza se requieren ciertos bienes materiales externos, lo mismo sucede con una empresa económica. En todas partes, el desarrollo del Estado moderno comienza cuando el príncipe inicia la expropiación de los titulares «privados» del poder administrativo que junto a él existen. Ahora bien, en el curso de este proceso político de expropiación que, con éxito mudable se desarrolló en todos los países del globo, han aparecido, inicialmente como servidores del príncipe, las primeras categorías de políticos profesionales en un segundo sentido, de gentes que no querían gobernar por sí mismos, como los caudillos carismáticos, sino que actuaban al servicio de jefes políticos. En las luchas del príncipe contra los estamentos se colocaron al lado de aquel e hicieron del servicio a esta política un medio de ganarse la vida, por una parte, y un ideal de vida, de la otra. Aunque sirvieron a otros poderes y no solo a los príncipes, estos políticos profesionales, fueron el instrumento más importante para llevar a cabo el proceso de expropiación al que antes aludíamos. En la misma necesidad de contar con los políticos profesionales se vieron aquellas asociaciones políticas que, habiendo eliminado por entero o limitado el poder del príncipe se constituyeron en lo que se llama ‘comunidades libres’. Lo que aquí importa es ver cómo se presentan en todos los casos los políticos profesionales.

Hay dos formas de hacer de la política una profesión. O se vive para la política o se vive de la política. La oposición no es en absoluto excluyente. Por el contrario, generalmente se hacen las dos cosas, al menos idealmente; y, en la mayoría de los casos, también materialmente. La diferencia entre vivir para y vivir de  se sitúa, pues, en un nivel bastante grosero, en el nivel económico. Vive de la política como profesión quien trata de hacer de ella una fuente de ingresos; vive para la política quien no se halla en este caso. Lo que nos importa de esto es poner en evidencia algunas consecuencias de esta situación.

La dirección de un estado o de un partido por gentes que, en el sentido económico, viven para la política y no de la política, significa necesariamente un reclutamiento plutocrático de las capas políticas dirigentes. Los políticos profesionales de esta clase no están obligados a buscar una remuneración por sus trabajos políticos, cosa que deben hacer quienes carecen de medios.

El político profesional que vive, por el contrario, de la política puede ser un puro prebendado o un funcionario a sueldo. Con el incremento en el número de cargos a consecuencia de la burocratización general y la creciente apetencia de ellos como un modo específico de asegurarse el porvenir, aumenta la tendencia de los seguidores de los partidos de considerar a éstos como un medio para el fin de procurarse un cargo.

A esta tendencia se opone, sin embargo, la evolución del funcionariado moderno, que se va convirtiendo en un conjunto de trabajadores intelectuales altamente especializados mediante una larga preparación y con un honor estamental muy desarrollado, cuyo valor supremo es la integridad. Simultáneamente con el ascenso del funcionariado profesional se opera también, aunque de mucho más difícilmente perceptible, la evolución de los políticos dirigentes.

La transformación de la política en una empresa, que hizo necesaria una preparación metódica de los individuos para la lucha por el poder, como la que llevaron a cabo los partidos modernos, determinó la división de los funcionarios en dos categorías distintas: funcionarios profesionales por una parte y funcionarios políticos por otra.

La cuestión que ahora nos interesa ver es la de cómo se entiende la figura típica del político profesional, tanto la del «caudillo» como la de sus seguidores. En el pasado han surgido políticos profesionales al servicio del príncipe en su lucha frente a los estamentos. Veamos brevemente cuáles fueron los tipos principales de esta especie. Frente a los estamentos, se apoyó frente a las capas sociales disponibles de carácter no estamental. A estas capas pertenecían en primer lugar los clérigos, una segunda capa del mismo género era la de los literatos con formación humanística. La tercera capa fue la nobleza cortesana. Una vez que consiguieron desposeer a la nobleza de su poder político estamental, los príncipes la atrajeron a la Corte y la emplearon al servicio político y diplomático. La cuarta categoría está constituida por una figura específicamente inglesa: un patriciado que agrupa tanto a la pequeña nobleza como a los rentistas de las ciudades y que es conocida técnicamente con el nombre de ‘gentry’. Una quinta capa, propia, sobre todo, del continente europeo y de decisiva importancia para su estructura política, fue la de los juristas universitarios. La importancia de los abogados en la política occidental no es, en modo alguno casual. La política actual se hace, cada vez más, de cara al público y, en consecuencia, utiliza como medio la palabra hablada y escrita. Pesar las palabras es tarea central y peculiarisima del abogado, pero no del funcionario que no es ni un demagogo ni, de acuerdo con su naturaleza, debe serlo.

Desde la aparición del Estado moderno y más completamente desde la instauración de la democracia, el demagogo es la figura típica del jefe político en Occidente. ¿Cómo se produce la selección del caudillo? Y ¿qué facultades son las que cuentan? aparte de las cualidades de la voluntad. Lo que aquí cuenta es, sobre todo, el poder del discurso demagógico. La conciencia de tener una influencia sobre los hombres, de participar en el poder sobre ellos y, sobre todo, el sentimiento de manejar los hilos de los acontecimientos históricos importantes, elevan al político profesional, incluso al que ocupa posiciones formalmente modestas, por encima de lo cotidiano. La cuestión que entonces se le plantea es la de cuáles son las cualidades que le permitirán estar estar a la altura de este poder y de la responsabilidad que sobre él arroja.

Puede decirse que tres son la cualidades decisivamente importantes para el político profesional: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura. Por esto el político tiene que vencer cada día y cada hora un enemigo muy trivial; la muy común vanidad, enemiga mortal de toda entrega a una causa y e toda mesura, en este caso, de la mesura frente a sí mismo. La vanidad es una cualidad muy extendida y tal vez nadie se vea libre de ella. Aunque el poder es el medio ineludible de la política, o más exactamente, precisamente porque lo es, y el ansia de poder es una de las fuerzas que lo impulsan, no hay deformación más perniciosa de la fuerza política que el baladronear de poder como un advenedizo o complacerse vanidosamente en el sentimiento de poder. Dicha actitud es producto de una mezquina y superficial indiferencia frente al sentido de la acción humana, que no tiene ningún parentesco con la conciencia de la urdimbre trágica en que se asienta la trama de todo quehacer humano y especialmente del quehacer político. Es una tremenda verdad y un hecho básico de la Historia el que frecuentemente o, mejor, generalmente, el resultado final de la acción política guarde una relación absolutamente inadecuada con su sentido originario.

Con lo que acabamos de decir nos encontramos ya ante el último de los problemas de que hemos de ocuparnos, el del ethos de la política como causa. ¿Cual es la verdadera relación entre ética y política? ¿Es cierto que hay una sola ética válida para la actividad política como para cualquier otra actividad o por el contrario nada tiene que ver la política o la ética? Tenemos que ver con claridad que toda acción éticamente orientada puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente distintas entre sí e irremediablemente opuestas: puede orientarse conforme a la «ética de la convicción» o conforme a la «ética de la responsabilidad». Cuando las consecuencias de una acción realizada conforme a la ética de la convicción son malas, quien la ejecutó no se siente responsable de ellas, sino que responsabiliza al mundo, a la estupidez de los hombres o la voluntad de Dios que los hizo así. Quien actúa conforme a una ética de la responsabilidad, por el contrario, toma en cuenta todos los defectos del hombre medio, se dirá siempre que las malas consecuencias son imputables a su acción.

Pero tampoco con esto llegamos al término del problema. Ninguna ética del mando puede eludir el hecho de que para conseguir buenos fines hay que contar en muchos casos con malos medios. El medio decisivo de la política es la violencia y se puede medir la intensidad de la tensión que, desde el punto de vista ético, se da entre medios y fines. Aquí, en este problema de santificación de los medios por el fin, parece forzosa la quiebra de cualquier moral de la convicción. De hecho, no le queda lógicamente otra posibilidad que la de condenar toda acción que utilice medios moralmente peligrosos.

Quien quiera, en general hacer política y, sobre todo, quien quiera hacer política como profesión, ha de tener conciencia de estas paradojas éticas y de su responsabilidad por lo que él mismo, bajo su presión, puede llegar a ser. Es cierto que la política se hace con la cabeza, pero en modo alguno solamente con la cabeza. En esto tienen toda la razón quienes defienden la ética de la convicción. Nadie puede, sin embargo, prescribir si hay que obrar conforme a la ética de la responsabilidad o conforme a la ética de la convicción, o cuándo conforme a una y cuándo conforme a otra.

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